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ROCHEL

Abrí mi casillero antes de entrar a la primera clase del día y lo primero que llamó mi atención fue la carta que yacía sobre una de mis historietas de arte. La cogí con delicadeza, como si mi tacto pudiera estropearla. Tenía los bordes morados y el papel estaba un poco arrugado. No había ningún nombre en el exterior y eso solo aumentó mi curiosidad. Quise abrirla al instante y hurgar en las palabras, pero Dagna me brindó un gran susto al aparecer de sorpresa detrás de mí. No tardó en cantar la típica canción de Feliz cumpleaños con su voz desafinada. Tampoco fue muy sigilosa cuando ingresamos al aula y comenzó a gritar al viento sobre lo mismo. Eso causó que algunos compañeros se me acercaran para saludarme. Fueron tantos que me avergoncé un poco por llamar la atención.

Aún tenía la carta en mis manos cuando me senté en el pupitre al lado de Dagna. No podía abrirlo frente a ella, así que lo guardé en mi mochila hasta que encontrase el momento indicado.

-No tuviste que anunciarlo.

-Es tu último cumpleaños en la escuela, Berit. Merecía ser a lo grande.

Al terminar nuestras clases de la mañana, Dagna y yo fuimos a la cafetería. No sabíamos en qué lugar tomar asiento hasta que encontramos a Dennis solo, acaparando una de las mesas del fondo. Él se levantó de un salto al verme y me abrazó tan fuerte que por unos segundos no pude respirar.

-No puedo creer que seas mayor que yo. -Posó su cabeza sobre la mía-. Parece que yo he envejecido diez años más.

Dagna y Dennis se pasaron la hora entera planificando una salida para celebrar mis veinte años. Parecían mucho más entusiasmados que yo, porque a mí no se me ocurrían buenas ideas y tampoco me entusiasmaba planear algo. Los cumpleaños no eran algo que disfrutase, no cuando mi madre falleció el mismo día que el suyo. En lugar de abrazos, regalos o felicitaciones, recibió golpes y asfixia. Se suponía que esa mañana la pasaría con mi padre paseando por la ciudad, en la tarde iríamos juntos al cine y por la noche viajaríamos por primera vez a Paris y veríamos la torre Eiffel. Pero esa fantasía se convirtió en polvo, guardada y acobijada entre alguna de los miles de estrellas que se veían en el cielo. Y no era justo que yo celebrara algo que ella no pudo tener, mucho menos disfrutarlo cuando ella ya no podía. Solo asentía con la cabeza ante cada propuesta de mis amigos.

-¿Y si vamos a un restaurante lujoso y pedimos el plato más caro?

-Podríamos ir al parque de diversiones, comprar toda la comida de los puestos y comer en un parque. -sugirió Dennis.

-Eso saldría más barato -respondió Dagna.

-O podríamos ir a patinar...

-¡No! -No tenía intención de gritar, pero el recuerdo de ese lugar me trajo mucha nostalgia-. Digo... Ir al parque de diversiones suena bien.

-¿Qué tal el Río Gifiz? -dijo Dennis luego de dar un mordisco a su sándwich.

Esa idea me gustó mucho más. No era una playa exactamente, pero habría sol y marea, tal como lo había imaginado.

-Compramos comida chatarra y hacemos un picnic frente al río -concretó Dagna.

Y así ocurrió, solo que con más personas de lo que había esperado.

A las tres de la tarde habíamos llegado al punto de encuentro: un restaurante de comida tailandesa que Dagna amaba y donde gastó la mitad de su dinero impulsivamente. Luego de salir del local nos encontramos con Emma y Thomas, quienes me dieron un abrazo y un par de regalos que abriría por la noche. Su presencia me reconfortó, porque nunca había pasado mi fecha especial con tantas personas.

Paseamos por las calles en busca de algodones de azúcar, esos que Patrik tanto amaba. No pude evitar pensar en él y compré dos impulsivamente, como si hubiera la posibilidad de verlo de nuevo. Luego conseguimos hot dogs, jugos de arándano, frutos secos y una torta de chocolate que Dennis se ofreció en pagar para mí. Como ya no teníamos más brazos con los que cargar comida, nos encaminamos a Gifiz-See en un bus. Al llegar, no me dejaron pagar mi propia entrada por más que rogué.

El día que el amor se marchite Pt. IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora