Pelea

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Después de dos días más, finalmente vi la silueta del auto de mis padres acercándose por el camino. El sonido del motor fue recibido con una mezcla de alivio y rabia. No era la llegada de héroes, sino de quienes nos habían abandonado en una situación crítica.

Cuando mis padres entraron a la casa cargados de bolsas de comida y otras cosas, la tensión era palpable. Decidimos reunirnos en el pequeño despacho para confrontarlos. Allí estábamos: Paola, Antonio, Victoria, Max y yo, todos visiblemente molestos.

—Nos dejaron solos —dije, mi voz llena de resentimiento.

Papá sonrió, como si no entendiera la gravedad de la situación. —Y funcionó. Ahora están más unidos —dijo con una sonrisa que me hizo hervir de ira.

—¿Están locos? —Antonio no pudo contenerse, su voz temblaba de furia.

—Más respeto —exigió mamá, frunciendo el ceño.

—Nos dejaron sin comida —argumentó Paola, su voz temblorosa por la indignación— y aún así piden que los tratemos con respeto.

—Somos sus padres —replicó mamá, como si eso lo justificara todo.

—Para mí no —dije, mi voz firme, mirándolos con desdén. Aunque siempre lo había pensado nunca lo había dicho.

Mamá dio un paso adelante y, en un acto impulsivo, me golpeó la mejilla. La bofetada resonó en la habitación, y el dolor ardió en mi piel.

—Checo —Paola se interpuso rápidamente entre Kelly y yo, su mirada llena de ira y protección.

Antonio apretó los puños, su rostro rojo de furia. Max y Victoria, a pesar de todas nuestras diferencias, mostraban el mismo descontento.

—¿Esto es lo que entienden por "unirnos"? —preguntó Max con sarcasmo, su voz llena de desprecio—. Dejarnos sin comida y luego golpear a Sergio cuando les dice la verdad.

Papá levantó las manos en un gesto de calma que solo sirvió para aumentar mi frustración. —Hicimos lo que pensamos que era mejor para ustedes. Queríamos que aprendieran a trabajar juntos.

—¿A trabajar juntos? —dijo Victoria, su voz gélida—. Ustedes no entienden nada. Esto no se trataba de aprender a trabajar juntos, sino de sobrevivir. Y nos abandonaron.

La rabia y la indignación llenaron el despacho. Mis padres se miraban, claramente sin saber cómo manejar la situación.

—Hicimos lo mejor que pudimos —murmuró mamá, pero su voz carecía de convicción.

—Lo mejor que pudieron no fue suficiente —respondí, mi voz firme—. No se trata solo de comida o de resolver problemas. Se trata de confianza y ustedes la han roto.

El silencio se apoderó de la habitación. Era un silencio pesado, lleno de resentimiento y desconfianza.

Finalmente, Antonio rompió el silencio. —No podemos seguir así. Si quieren que nos llevemos bien, empiecen por tratarnos como seres humanos, no como piezas de un experimento social.

Papá y mamá se miraron, y por un momento, vi algo de arrepentimiento en sus ojos. Pero el daño ya estaba hecho, y la reconciliación no sería fácil.

Mientras salía del despacho, sentí la mano de Paola en mi hombro, un gesto de apoyo silencioso. Max y Victoria me siguieron, y por un momento, hubo una pequeña tregua en nuestra rivalidad.

Al cerrar la puerta de mi habitación, la rabia y la tristeza finalmente me alcanzaron. Las lágrimas comenzaron a brotar, silenciosas al principio, pero pronto se convirtieron en sollozos profundos y desgarradores. El dolor en mi mejilla, aunque agudo, no se comparaba con el dolor en mi corazón. La traición y el abandono de mis padres, sumado a la impotencia de no poder proteger a mis hermanos, me abrumaron por completo.

Me arrodillé junto a mi cama, dejando que las lágrimas cayeran libremente. Me sentía tan pequeño y vulnerable en ese momento, algo que no me había permitido sentir desde que mamá se fue por primera vez. El peso de la responsabilidad y el constante esfuerzo por mantenerme fuerte habían tomado su peaje.

—Fuiste valiente —escuché la voz de Max en la puerta, suave y sorprendentemente sincera.

Levanté la vista, secándome las lágrimas con el dorso de la mano. —Y mira cómo me fue —dije con amargura, haciendo una mueca de dolor mientras tocaba mi mejilla hinchada.

Max se acercó y se sentó a mi lado. —Victoria y yo nos iremos en unos días —dijo en voz baja, sus ojos evitando los míos—. Nuestro papá vendrá por nosotros.

—Felicidades por ustedes —respondí con sarcasmo, mirando el techo de la habitación para evitar su mirada. La noticia de su partida no me trajo el alivio que hubiera esperado; en cambio, añadió una capa más de tristeza y soledad.

Hubo un momento de silencio incómodo. Max no dijo nada, simplemente me miraba, su presencia a mi lado inusualmente reconfortante. De repente, sentí el impulso de esconder mi rostro avergonzado. Me tapé la cara con las manos, sollozando más fuerte mientras las lágrimas volvían a fluir. Max, para mi sorpresa, me abrazó.

Era un abrazo genuino, de alguien que entendía el dolor y la frustración. Por un instante, las barreras entre nosotros se desvanecieron. Me aferré a él, llorando sin reservas. Max no intentó consolarme con palabras; su silencio era su forma de apoyo.

—Lo siento —murmuró finalmente, su voz apenas audible. No estaba seguro si se refería a la pelea, a la situación, o simplemente a todo.

Nos quedamos así por un rato, en un abrazo silencioso. Sentí que, aunque solo fuera por un momento, no estaba solo en mi dolor. Era un consuelo extraño y agridulce, sabiendo que pronto se iría y las cosas volverían a ser complicadas. Pero en ese instante, me permití sentir la conexión humana que tanto había necesitado.

Eventualmente, Max se apartó y se levantó. —Descansa, Checo. Mañana será otro día —dijo antes de salir de la habitación.

Me quedé mirando la puerta cerrarse detrás de él. La habitación se sentía más vacía que nunca, pero también un poco menos hostil. Me acosté en la cama, dejando que el cansancio me venciera. A pesar de todo, esa noche dormí un poco más tranquilo, con la esperanza de que, tal vez, las cosas podrían mejorar.

Wildest dream || Chestappen Donde viven las historias. Descúbrelo ahora