Escondindos

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Cuando finalmente nos separamos, intenté encontrar algo de racionalidad en medio de la niebla de deseos y emociones. Quería decirle que esto no podía continuar, que teníamos que detenernos antes de que las cosas se complicaran aún más. Pero no pude. La verdad es que no quería detenerme. Me quedé, y en ese momento, supe que estaba cruzando una línea de la que no había vuelta atrás.

—Max...— susurré, pero él me silenció con otro beso, profundo y cargado de sentimientos reprimidos. Respondí sin dudar, dejándome llevar por la intensidad del momento.

Las horas pasaron y la noche nos envolvió en su manto oscuro. Nos quedamos juntos, compartiendo caricias y besos furtivos, como dos conspiradores en un mundo que no nos comprendía. El alcohol nos hizo más valientes, más desinhibidos, y en la intimidad del granero, nos encontramos una y otra vez.

Quisiera decir que fue la única vez que pasó, pero no fue así. Los días siguientes estuvieron llenos de miradas robadas y momentos cargados de tensión. Cada vez que estábamos solos, la atracción entre nosotros era innegable. Nuestros besos se volvieron más constantes, más urgentes, como si tratáramos de aferrarnos a algo que sabíamos que era efímero.

En la cocina, mientras todos dormían, nuestros dedos se rozaban y nuestros labios se encontraban en la penumbra. En el establo, mientras cuidábamos a los caballos, nos robábamos besos apresurados, escondiéndonos de las miradas inquisitivas de los demás. Cada beso era un secreto compartido, un lazo que nos unía de una manera que no podíamos explicar ni negar.

—Esto está mal,— murmuré un día, nuestros labios apenas separados.

—Lo sé,— respondió Max, su frente apoyada contra la mía. —Pero no puedo evitarlo.

Nuestros encuentros se volvieron una constante, una rutina clandestina que ambos anhelábamos y temíamos. Cada vez que estaba cerca de él, sentía un torbellino de emociones: culpa, deseo, amor, confusión. Era un caos que no podía controlar, pero al mismo tiempo, no podía renunciar a él.

Un día, estábamos en el granero, escondidos detrás de las pacas de heno. Max me besó, y sentí cómo todo mi mundo se centraba en ese momento. Supe entonces que lo que teníamos era más que un simple capricho, más que una atracción física. Era algo profundo, algo que nos consumía a ambos.

—No quiero perderte,— susurré, mis labios rozando los suyos.

—No lo harás,— prometió, su voz firme. —Siempre estaré aquí.

Los días siguieron su curso, pero nuestra relación clandestina continuó. Cada beso, cada caricia, era un recordatorio de lo que sentíamos el uno por el otro. A pesar de la culpa y la confusión, no podía negar que Max se había convertido en una parte esencial de mi vida. Y aunque sabía que nuestro amor era complicado, no podía imaginar un mundo sin él.

El agua estaba refrescante, y el sol de la tarde se filtraba a través de los árboles, creando destellos dorados sobre la superficie del río. Max y yo nadábamos, disfrutando del momento de tranquilidad y libertad. Compartíamos miradas coquetas, y cada roce accidental de nuestras manos o cuerpos hacía que mi corazón latiera más rápido.

—¿Estás bien?— me preguntó, su voz suave y cargada de ternura.

—Sí,— respondí, sin poder evitar sonreír. —Estoy bien.

Nos sumergimos juntos, el agua nos envolvió en su frescura. Mientras estábamos bajo el agua, sentí sus labios rozando los míos, un toque fugaz que envió una oleada de electricidad por mi cuerpo. Sus manos tomaron mi cintura, sosteniéndome cerca de él, y por un momento, el mundo exterior desapareció.

Al volver a la superficie, nuestras miradas se encontraron, y compartimos una sonrisa cómplice. Pero el hechizo se rompió abruptamente cuando vimos a Antonio acercándose al río. Nos quedamos petrificados, el miedo y la incertidumbre golpeándonos con fuerza.

Wildest dream || Chestappen Donde viven las historias. Descúbrelo ahora