Arrogancia y tristeza

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Luego de aquel día en el chiquero, la relación entre Max y yo se deterioró aún más. Aunque compartíamos el mismo cuarto, un silencio pesado y opresivo reinaba entre nosotros. Ninguno de los dos hacía el menor esfuerzo por comunicarse, y cualquier intento de interacción era evitado a toda costa.

—Checo, mira —dijo César con entusiasmo, mostrándome su obra de arte.

Sonreí, cargándolo en mis brazos y felicitándolo.

—Gracias, está muy bonito —le dije, disfrutando del momento de ternura.

Adoraba a todos mis hermanos, especialmente a los que habían crecido conmigo. Los había visto dar sus primeros pasos, decir sus primeras palabras y pasar por todas las pequeñas y grandes etapas de la infancia.

—Checo, ¿cuándo regresamos a México? —preguntó César, su voz triste y llena de anhelo.

Suspiré, viendo a nuestros padres pasear por la casa como una pareja enamorada.

—No creo que sea muy pronto —respondí, tratando de ocultar mi propio descontento.

—Me quiero ir —murmuró César, su tono cargado de tristeza—. No me gusta aquí.

Sentí una punzada de dolor en el pecho. Entendía perfectamente cómo se sentía. Le acaricié la mejilla, intentando reconfortarlo. Tomé su mano y juntos nos dirigimos al jardín, buscando distraernos un poco.

—Vamos, Lando —escuché a Max decir, mientras jugaba con Lando y Victoria.

Miré a César y vi la tristeza en sus ojos. A pesar de ser pequeño, comprendía el rechazo por parte de los hermanos europeos. Decidí llevarlo a las caballerizas para mostrarle los nuevos caballos y levantarle el ánimo.

—Checo —susurró César antes de llegar—, ¿por qué no me quieren? ¿Hice algo malo?

Su pregunta rompió mi corazón en mil pedazos. Me detuve y lo miré a los ojos, tratando de encontrar las palabras correctas.

—Por supuesto que no, César —le respondí, forzando una sonrisa—. Es solo que ellos no son tan unidos como nosotros.

Un nudo se formó en mi garganta al ver su carita deprimida. La realidad de nuestra situación era dura, pero no podía permitir que César cargara con ese peso. Intenté mantener la voz firme y tranquila mientras lo tranquilizaba.

Llegamos a las caballerizas y le mostré los nuevos caballos, describiendo cada uno con entusiasmo, intentando distraerlo de su tristeza. César sonrió ligeramente, fascinado por los animales majestuosos. Pasamos un buen rato allí, alimentándolos y acariciándolos, tratando de olvidar por un momento las tensiones en nuestra familia.

La tensión en la casa no solo afectaba a César. Pronto me di cuenta de que todos mis hermanos sentían la arrogancia y el desinterés de los hermanos Verstappen. Una tarde, mientras estaba en la cocina tratando de preparar algo de comer, escuché una discusión acalorada proveniente del pasillo. Me acerqué y vi a Cecilia y Patricio con caras de enojo.

—No puedo más —dijo Cecilia, su voz cargada de frustración.

—¿Qué ocurre? —pregunté, viendo su expresión molesta.

—Victoria me sacó de nuestro cuarto —bufó, cruzándose de brazos—. No aguanto a esa pinche niña.

Patricio, que estaba a su lado, asintió con vehemencia y la abrazó para consolarla.

—Concuerdo con Ceci —dijo, su tono igualmente indignado—. Victoria es insufrible y ni hablar de Max.

La situación estaba claramente fuera de control. Mis hermanos estaban hartos de la actitud de los Verstappen y no sabían cómo manejarlo. En ese momento, Pedro llegó, su rostro reflejando el mismo descontento.

Wildest dream || Chestappen Donde viven las historias. Descúbrelo ahora