CAPÍTULO 20

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Las sombras del pasado se entrelazan con la luz del presente mientras me pierdo en mis pensamientos, recordando cómo el arte y la filosofía se entrelazaron en mi vida. Es una historia antigua, de esas que parecen surgir de las páginas de un libro que he leído demasiadas veces. La historia de cómo dos mundos, aparentemente distantes, se encontraron y se enamoraron.

Él era todo lo que el arte no es. Racional, estructurado, con una mente afilada y un amor por la lógica que a veces me dejaba perpleja. Yo, en cambio, era todo lo que la filosofía no podía comprender del todo. Emocional, caótica, con un alma que se desbordaba en colores y formas que no siempre tenían sentido, pero que existían porque debían existir. Nos encontramos en ese cruce improbable donde la razón y la emoción se miran a los ojos y, contra todo pronóstico, deciden que pueden coexistir.

El suave sonido del lápiz deslizándose sobre el papel llena el silencio de la habitación. Estoy sentada en el pequeño escritorio que Rocco ha dispuesto para mí, rodeada de los materiales de arte que me dejó comprar. Pero mi mente está lejos de aquí, perdida en recuerdos de un pasado donde la vida tenía sentido, donde las ideas y los sentimientos se entrelazaban en una danza perfecta.

Recuerdo cuando el arte y la filosofía se encontraron por primera vez, cuando nuestros mundos chocaron de una manera que nunca creí posible. Yo, una amante devota de la filosofía, siempre sumergida en la búsqueda de la verdad, de los significados ocultos detrás de cada palabra, de cada pensamiento. Y él, un artista cuya alma vibraba con cada trazo de su pincel, capaz de capturar en un lienzo lo que yo solo podía imaginar en conceptos abstractos.

Nos conocimos en un pequeño café, un lugar repleto de libros y cuadros, donde las ideas y las emociones convivían en un caos armonioso. Yo estaba leyendo a Nietzsche, tratando de descifrar la complejidad de sus palabras, cuando él se acercó con una sonrisa que desarmaba cualquier barrera. No dijo nada al principio, solo se sentó frente a mí y comenzó a dibujar.

—¿Qué haces? —pregunté, levantando la vista de mi libro, intrigada por su audacia.

—Capturando el momento —respondió sin apartar la mirada de su cuaderno. Sus manos se movían con una precisión y una fluidez que me fascinaban.

Esa fue la primera vez que sentí la conexión entre el arte y la filosofía. Mientras yo buscaba las verdades profundas de la existencia, él las plasmaba en formas y colores, dándoles una vida que mis palabras nunca podrían alcanzar. Era como si nuestras almas se entendieran en un nivel que iba más allá de lo físico, como si cada pincelada que él daba respondiera a una pregunta que yo aún no había formulado.

Con el tiempo, esa conexión se profundizó. Nos pasábamos horas hablando de todo y de nada, explorando juntos los misterios del mundo. Yo le contaba mis teorías sobre la naturaleza de la realidad, y él me respondía con un cuadro que capturaba la esencia de lo que yo intentaba describir. Era un intercambio perfecto, una simbiosis entre la razón y la emoción, entre el pensamiento y la creación.

—Siempre fuiste mi mejor obra de arte —le dije una vez, mientras observaba cómo terminaba un retrato de nosotros dos, entrelazados en un abrazo que parecía desafiarnos a nunca separarnos.

—Y tú fuiste la filosofía que le dio sentido a mi arte —admitió, sus ojos llenos de una luz que solo él tenía, una chispa que encendía algo dentro de mí que no podía explicar.

Pero cuando nos separamos, algo se rompió. La filosofía, que siempre había sido mi refugio, mi lugar seguro, se volvió vacía, sin sentido. Todo lo que podía pensar era en él, en el arte que había perdido, en la vida que habíamos construido juntos y que ahora estaba en ruinas. Cada pensamiento que tenía era una agonía, una punzada de dolor que me recordaba su ausencia. La filosofía sin el arte era solo una serie de palabras sin vida, una estructura sin alma.

VIDAS CRUZADAS | #1 [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora