thirty six

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Capitulo 36 | Estefanía

Desperté sola, y el vacío a mi lado me hizo sentir extraña. La cama estaba fría y ordenada, un contraste con las mañanas usuales en las que me despertaba con Emma enredada entre las sábanas, su presencia siempre cálida y reconfortante. Me estiré perezosamente, tratando de aferrarme a esos últimos momentos de descanso, pero la ausencia de Emma era palpable, casi como un peso en el aire.

Suspiré y cerré los ojos unos minutos más, intentando saborear la tranquilidad. Sin embargo, el día me llamaba, y sabía que no podía quedarme en la cama por mucho tiempo. Después de una breve ducha, me senté en la cama para atarme las agujetas. Fue entonces cuando noté algo que no había visto antes: una pequeña nota en la mesita de noche, ligeramente oculta bajo el borde de la lámpara.

La tomé con curiosidad, y al leer las palabras escritas con la letra familiar de Emma, sentí una mezcla de emociones.

"Me tuve que ir, me llamaron de última hora. Lo siento. No llegues tarde. Te amo."

El toque de sus palabras era dulce, pero el hecho de que no la vería en toda la mañana me dejó un pequeño vacío en el pecho. Me quedé un momento más en la cama, sosteniendo la nota y reflexionando sobre lo rápido que se había convertido en una parte tan esencial de mi vida. Finalmente, dejé la nota de nuevo en la mesita y me levanté con decisión. Había un largo día por delante.

Y como era de esperarse, llegue tarde.

Al llegar al hospital, el ambiente era tenso, mucho más de lo usual. Las luces fluorescentes parpadeaban ligeramente, como si reflejaran la urgencia que corría por los pasillos. Apenas crucé la puerta, una enfermera me interceptó con una expresión preocupada en el rostro.

—Dra. Ross, tenemos una situación crítica. Es una señora mayor con sangre contaminada. Nadie más puede realizar esta cirugía, y los riesgos de contagio son extremadamente altos. Tendrás que hacerlo sola —me dijo, su voz reflejando tanto la gravedad como la urgencia de la situación.

Sentí un nudo en el estómago al escuchar esas palabras. No era la primera vez que enfrentaba un caso difícil, pero el hecho de que nadie más pudiera entrar al quirófano conmigo lo hacía aún más abrumador. Sin embargo, no había espacio para la duda. Asentí firmemente y me dirigí a los vestidores, preparándome mental y físicamente para lo que estaba a punto de hacer.

Cuando entré al quirófano, la atmósfera era densa, casi sofocante. Me aseguré de que todos los equipos estuvieran en su lugar antes de tomar mi posición frente a la paciente. La mujer, de 72 años, estaba en un estado crítico. Su cuerpo ya estaba luchando contra una sepsis severa causada por una transfusión mal administrada. La sangre contaminada que circulaba en su sistema representaba un peligro no solo para ella, sino también para cualquiera que entrara en contacto con ella.

Las medidas de seguridad eran extremas. Estaba cubierta de pies a cabeza, con guantes dobles y una máscara que hacía que mi respiración fuera más pesada. Sabía que cualquier error, cualquier rasgadura en el equipo, podría significar un desastre.

—Vamos a comenzar —dije en voz alta, aunque no había nadie más que pudiera responder.

Las luces del quirófano se intensificaron, iluminando la escena con una claridad casi cruel. Mis manos, firmes pero conscientes del peligro, comenzaron a trabajar con la precisión que el caso requería. El silencio en la sala era total, roto solo por el sonido de los monitores y mi respiración contenida.

La cirugía fue un desafío constante. La sangre contaminada presentaba obstáculos en cada paso, y cada vez que mi instrumento tocaba su cuerpo, la preocupación por las posibles consecuencias me golpeaba como un mazo. Sabía que un simple desliz podría resultar en mi propio contagio, lo que podría ser devastador.

El arte de sanarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora