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En el sótano había perdido toda la noción del tiempo.

Podrían haber pasado horas o incluso días pero para mí, el tiempo se había disuelto en la oscuridad. Las paredes ahora parecían cerrar su peso sobre mí, como si cada ladrillo respirara con la misma lentitud con la que lo hacía yo, atrapada en este lugar donde la esperanza de ser rescatada se me desvanecía.

Mis manos, aún atadas, habían perdido toda sensibilidad. Ya no sentía el dolor punzante en las muñecas por las cuerdas, solo un entumecimiento sordo que subía por mis brazos. A lo largo de los días, la falta de agua y comida habían debilitado mi cuerpo, pero no mi voluntad. Mi boca estaba seca, los labios agrietados, y cada vez que tragaba, sentía como si pasaran cuchillas por mi garganta. Apenas me habían dado una botella de agua en todo este tiempo, lo justo para mantenerme viva.

Pero la sed seguía siendo mi compañera constante, era como un eco agudo que rebotaba en mi cabeza.

No recordaba la última vez que había comido algo, un trozo de pan duro arrojado al suelo hacía... ¿cuánto? Tal vez dos días o tres. Mis pensamientos empezaban a volverse confusos, mezclando la realidad con alucinaciones que apenas lograba distinguir. ¿Había oído pasos en algún momento o solo eran recuerdos distorsionados por la falta de sueño?

Mis párpados estaban pesados, pero no quería cerrarlos. En la oscuridad, cada vez que cedía al agotamiento, sentía que el mundo se desmoronaba a mi alrededor, que me iba desvaneciendo poco a poco. Las náuseas, constantes y punzantes, no me dejaban respirar con normalidad. El hambre, esa bestia que me roía desde dentro, había pasado de ser una garra voraz a una sombra agónica que me debilitaba a cada minuto.

Me incliné hacia adelante lo más que pude, intentando despegar la espalda de la silla en la que estaba atada, pero cada movimiento era un recordatorio de cuán limitada estaba mi fuerza.
A pesar de todo, mis ojos se mantuvieron abiertos, fijos en la puerta del sótano, esperando... algo.

Cualquier cosa.

Quizás Darla, con su cruel sonrisa y sus juegos sádicos o tal vez Braulio, con sus silencios tan cargados de traición que a veces prefería las amenazas abiertas de los otros.

Las luces parpadeaban, lanzando sombras sobre las paredes sucias, que en mi estado parecían criaturas danzantes, figuras que se acercaban y se retiraban con cada latido lento de mi corazón. La humedad del lugar se había colado en mis huesos, sentía el frío como si fuese una segunda piel, pero ni siquiera eso me importaba. El hambre era todo, la sed, la venganza.

La venganza... esa era la única razón por la que seguía aferrada a la vida, a pesar de que cada segundo en este lugar parecía un peso insoportable. Había días en que pensaba que mi mente se rompería antes que mi cuerpo. El rostro de Darla aparecía en cada rincón de mi mente, con sus palabras llenas de veneno, su odio visceral que la alimentaba más que cualquier poder o ambición.

Mafia Capone #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora