10 - Honesto

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El consultorio del doctor Hodge estaba en una de las zonas más tranquilas de Starlight Valley. Usualmente, Finn solo acudía cada dos lunes, al salir de clases. Sus sesiones ya no eran tan recurrentes como al inicio, pero el doctor era flexible, porque había visto su avance. Sin embargo, aún faltaban varios días para verlo, y de verdad necesitaba hablar con alguien.

Cuando Finn llegó a la recepción, encontró a la secretaria del doctor, una mujer menudita pero de aspecto afable, con cabello rubio y de unos treinta años. Siempre tenía un recipiente de vidrio con paletas de miel a su lado, como si se tratara de una visita al dentista.

—Buenas tardes, señorita Garner.

—Hola, Finn. Buenas tardes. ¿Está todo bien? No es lunes.

—Lo sé, lo sé —dijo el chico, ya frente a su escritorio—. Yo, eh... me preguntaba si el doctor Hodge está ocupado.

La mujer se irguió. Era perceptiva; debía serlo, porque trabajaba en un consultorio donde ejercían tres psiquiatras. Pero no preguntó nada específico, solo le sonrió amablemente.

—Está en sesión por el momento, pero terminará en diez minutos. No tiene nada agendado en la siguiente hora.

—¿Puedo esperar?

—Claro. Toma asiento.

Finn fue hasta aquel sofá de cuero y se sentó. Se estrujó las manos, sabiendo que la señorita Garner debía de estarlo vigilando de soslayo. Frente a él, en la pared pintada de azul claro, había tres placas alineadas. Eran reconocimientos de los doctores que trabajaban ahí.

Dylan fue quien lo ayudó a encontrarlo. Había muy buenos psiquiatras en la ciudad, pero el doctor Hodge era experto en casos similares al suyo, y eso se leía en su placa:

Doctor Alan Hodge. Psiquiatra. Especialista en depresión y comportamiento suicida en jóvenes.

Finn parpadeó y bajó la mirada.

Aún se sentía extraño al comprender que él tenía una categoría en un expediente. Su nombre debía estar en alguna parte de los archivos de la señorita Garner, y en su historial seguramente figuraba la frase "paciente suicida". O tal vez ya había cambiado. Eso esperaba.

Ya no sentía lo mismo que años atrás, pero sus emociones no eran de las que se disuelven, sino de las que se quedan en reposo. Justo en ese momento estaba inquieto, y podía ser orgulloso con el mundo, pero un día le prometió a Dylan que lo intentaría.

Eso hacía. Acudía con el doctor Hodge y era honesto con él de una forma en la que no podía serlo con nadie más en el mundo. Trataba de no fallarle. De eso dependía la sagrada estabilidad que había conseguido durante los últimos años.

Los minutos pasaron lentos, pero cuando la puerta del consultorio se abrió, Finn bajó la mirada hacia sus manos. Algo que había aprendido era que, por alguna razón, cada vez que estaba cerca de otro chico que también era paciente del doctor Hodge, no podía sostenerle la mirada. Ellos tampoco. Quizá las similitudes en sus condiciones los hacían temerosos de encontrar en alguien más un reflejo que todavía era incómodo ver.

Escuchó al chico despedirse con cortesía de la señorita Garner, y luego levantó la mirada porque la puerta volvió a abrirse. Vio al doctor Hodge saliendo.

—Finn —dijo él, sorprendido. Llevaba un folder de cuero en las manos, así que se acercó al escritorio de la mujer para entregárselo, pero no dejó de atender al chico—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres hablar?

Finn se puso de pie y asintió.

El doctor le sonrió con amabilidad y, tras decirle algo en voz baja a su secretaria, volvió hacia su consultorio.

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