Voces del Viento

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Heru lo notaba en los gestos tensos de sus vecinos, en las miradas silenciosas que se cruzaban entre quienes alguna vez conversaban alegremente en la plaza. El viento cargaba noticias de otros mundos, susurros de cosas que no pertenecían a Kedeki pero que se filtraban poco a poco, como agua que se cuela por una grieta invisible. Heru intentaba mantener esas preocupaciones alejadas de sus hijos. Por las noches, cerraba las ventanas con más cuidado, como si el viento pudiera infiltrarse y dejar entrar problemas de fuera. No quería que Raito, Kyho y Amai supieran cuán cerca estaba todo de desmoronarse. Esa era su cruz, y no pensaba compartirla con ellos.

—Están bien aquí —murmuraba para sí misma cada vez que apagaba las luces de la sala.

Pero a veces, incluso con las cortinas cerradas y las puertas bien aseguradas, los ecos del caos allá afuera seguían abriéndose paso. Como aquella tarde en la plaza, donde Heru sintió el peso del presente colgando sobre ella, aunque los árboles siguieran verdes y el sol brillara igual que siempre. Había llevado a los niños al mercado, pensando que un paseo los distraería. Mientras Amai saltaba alrededor de Kyho y Raito inspeccionaba un puesto de frutas, Heru se quedó rezagada en un rincón, observando en silencio cómo la vida en su hogar intentaba seguir como si nada estuviera pasando. Pero, ella podía ver las grietas. El mercader que vendía especias exóticas, siempre generoso con sus porciones, ahora guardaba las semillas más caras para sí. Las familias compraban con cautela, sopesando cada moneda. Nadie decía abiertamente que los barcos mercantes se estaban retrasando más de la cuenta, pero la tensión flotaba en el aire como un mal presentimiento. A un lado de la plaza, un holograma proyectaba titulares que Heru deseó no haber visto. "Revueltas en Zathur 9 tras el atraco de alimentos" y "Flotas piratas capturan otra nave mercante en el corredor de Tarsis". Heru apretó los dientes y apartó la vista.

"Todo sigue igual", intentó repetirse, pero la sola frase le sabía amarga. No todo seguía igual. Y lo sabía desde el día que había llevado los pasteles de mora a la agencia. Había sido hace unas semanas atrás, un día cualquiera. Heru se presentó en la entrada del edificio con una bandeja de pasteles aún humeantes, lista para ofrecer algo de consuelo a los funcionarios que trabajaban en medio de la tormenta de problemas. A veces, un buen pastel ayudaba a recordar que no todo estaba perdido... Ahí se había encontrado con Elion, quien siempre había sido un hombre con los ojos llenos de curiosidad. Pero esa vez, sus ojos estaban cargados de algo más: Una urgencia contenida.

—Estamos al borde del desastre, Heru —le dijo en voz baja, mientras se apartaban del bullicio para hablar en privado — Si no encontramos una solución, todo se vendrá abajo. Las rutas comerciales ya no son seguras, y los planetas vecinos se están quedando sin recursos. Necesitamos actuar antes de que esto se vuelva irreversible.

Heru asintió, sin saber muy bien qué decir.

Ahora, de vuelta en el presente, Heru caminaba de regreso a casa con sus hijos, sintiendo el peso de ese recuerdo como una piedra en el estómago. ¿Qué pasaría si los problemas allá afuera terminaban alcanzándolos?

Mientras Amai corría más adelante, jugando, Heru miró a Kyho y Raito. Sus hijos mayores no decían nada, pero ella sabía que sentían la misma inquietud. Raito aún mantenía su actitud despreocupada, confiando en que las cosas se resolverían de alguna manera, pero Kyho... Kyho había cambiado. Había algo en él que le preocupaba, una dureza que no estaba ahí antes. La juventud de Kyho se estaba desmoronando demasiado rápido, y eso la aterraba.

—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Raito, notando su silencio.

—Nada —mintió Heru, forzando una sonrisa — Solo estoy cansada.

Esa noche, cuando los niños estuvieron en la cama, Heru se quedó despierta, sentada junto a la ventana. Afuera, la noche era tranquila, pero ella sabía que esa calma era engañosa. Las verdaderas tormentas siempre comenzaban en silencio. "Tengo que mantenerlos a salvo", pensó. Pero por primera vez, no estaba segura de cómo hacerlo. ¿Cómo protegía a sus hijos de algo que no podía ver? ¿Cómo se escondía de una amenaza que viajaba entre planetas, invisible y silenciosa como el viento? A lo lejos, el cielo nocturno se extendía en todas direcciones, vasto y frío. Y aunque Heru intentaba convencerse de que nada malo podía pasarles en Kedeki, una parte de ella sabía que no podían escapar para siempre. La oscuridad se estaba acercando, y pronto, muy pronto, tendrían que enfrentarse a ella. Con ese pensamiento, cerró las cortinas y se dirigió al cuarto de sus hijos. Observó a Kyho y Raito dormir profundamente, sus respiraciones suaves llenando la habitación. Luego se acercó a la cama de Amai, que yacía medio despierto, con los ojos pesados, pero aún abiertos.

—¿No puedes dormir, amor? —preguntó, sentándose a su lado. Amai negó con la cabeza, frotándose los ojos. —¿Me cuentas un cuento mamá?

Heru lo miró durante unos segundos, sintiendo un nudo en la garganta. Quería protegerlo, mantenerlo alejado de todo aquello que se avecinaba. Pero ¿cuánto tiempo más podría hacerlo? —Claro, pequeño —susurró, acariciándole el cabello — Había una vez... — Mientras afuera la noche envolvía al pueblo con su manto de silencio, Heru comenzó a contar una historia. Una historia sobre un hombre de las estrellas y su amigo de espejos grises, que viajaban por la galaxia para ayudar a un pequeño perdido. Heru lo besó en la frente y se quedó un momento más, observándolo en la penumbra. Todo estaría bien, se dijo a sí misma.

Después de dos horas, ahora ella estaba sentada en la mesa de la cocina, revisando una montaña de documentos con frenesí. En sus ojos se reflejaba la carga que llevaba, una carga que parecía aumentar cada día. De las escaleras, bajo el reno con cautela como si tuviera cuidado de despertar a un ogro de cueva.

—Mamá, —comenzó Raito — ¿Podemos hablar?

Heru levantó la vista, y en su expresión se leía la mezcla de amor y agotamiento. —Claro. Que... ¿Qué sucede?

—Bueno... Es solo que, emmm. No sé cómo podremos seguir adelante. Y es que, ahora no sé cómo puedo explicárselo a Amai o a Kyho sin que se sientan... Mal.

Heru soltó un suspiró, uno profundo, que parecía llevar consigo todo el peso del mundo. —Lo sé, hijo. Cada día recibo noticias que no ayudan a los ánimos, y créeme que te entiendo. Entiendo a tus hermanos... Trato de darles una mejor vida que esta. —Su voz tembló. Moviendo papeles y mirándolos con desdén— Si no fueran por todo este trabajo —dijo en voz baja, para sí misma. —Esta semana hubo más recortes. Ahora tengo que cubrir el trabajo de dos personas más, y ni siquiera sé si mi puesto es seguro... Y luego llego aquí y todavía tengo que ser... madre. No me malinterpretes, Raito, yo los amo, los amo con todo mi corazón. Pero es... agotador.

Raito bajo la mirada hacia sus manos. —No tienes que hacerlo todo sola, mamá. Estoy aquí.

—Sé que lo intentas, cariño. Sé qué haces lo mejor que puedes, y lo agradezco más de lo que imaginas. Pero... Kyho está en esa fase en la que todo lo que hago le molesta. Y Amai... bueno, Amai es Amai.

Ambos sonrieron por un momento.

—¿Y cómo están tus hermanos?

Raito suspira, el peso de la preocupación colgando de sus palabras. —Kyho está... difícil. Se enfada por todo, dice que no hay suficiente dinero, que no entendemos cómo se siente. Y Amai, él... Sinceramente no quiero que crezca... nunca.

—Es normal que Kyho esté así. Él siente la presión de todo esto, igual que nosotros, pero no sabe cómo manejarlo. Y Amai... bueno, me preocupa que cuando madure, sea demasiado tarde.

—No quiero que sientas que tienes que cargar con todo esto sola, mamá. Puedo hablar con Kyho, intentar hacer que las cosas sean un poco más fáciles para ti. Y con Amai... tal vez puedo pasar más tiempo con él, mantenerlo ocupado para que no te dé tantos dolores de cabeza.

Heru sonríe, levantándose de su silla, se arrodilla frente a Raito, colocando sus manos sobre sus hombros. —Eres un buen chico, Raito. No sé qué haría sin ti.

Raito toma la mano de su madre, apretándola suavemente. —No tienes que hacerlo sola. No vamos a dejarte. Lo prometo.

Heru asiente, con los ojos brillantes por las lágrimas que ha estado conteniendo todo el día.

—Gracias, hijo.

Raito le devuelve una sonrisa cálida, decidido a ser la columna que su madre necesita.

Sugar HeartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora