La luz cálida de las lámparas se derramaba por la sala, iluminando los bocetos que Kyho tenía esparcidos en el suelo. El conejo, con una pata doblada debajo del cuerpo y otra estirada, dibujaba concentrado, trazando líneas precisas en una hoja mientras su lápiz rozaba el papel con el sonido suave de grafito raspando. Frente a él había figuras geométricas entremezcladas con rostros y formas extrañas, un caos organizado que parecía tener perfecto sentido solo para él.
Al otro lado de la sala, Raito estaba recostado en el sofá, con las patas traseras colgando del borde, el teléfono pegado a su oreja. Su voz era baja pero animada, intercalada por pequeñas risas. Había estado hablando con su novio desde hacía rato, jugando con la cuerda de uno de los cojines mientras conversaban sobre cosas sin importancia. La melodía constante de su voz llenaba el aire como un murmullo cómodo.
De repente, la puerta de la casa se abrió con un suave clic, y el aire fresco del bosque se coló por la entrada. Amai entró apresuradamente, con su pelaje naranja alborotado y los ojos brillando como si llevara un secreto importante. Sin detenerse, pasó rápidamente por la sala sin siquiera quitarse el polvo de las patas.
—¡Hola, Amai! —lo saludó Raito alegremente, levantando la mano.
—Hola... —respondió Amai sin voltear, mientras subía las escaleras a toda prisa.
Kyho levantó la cabeza de su boceto y lo siguió con la mirada, el ceño fruncido. Raito también se incorporó un poco en el sofá, arqueando una ceja. No era normal que Amai entrara tan rápido sin quedarse a contar alguna historia absurda o pedirles que jugaran con él.
—¿Qué mosca le picó? —murmuró Kyho, girando las orejas hacia atrás en señal de sospecha.
Raito se encogió de hombros y volvió al teléfono, aunque en su rostro se dibujaba una ligera sonrisa divertida.
Amai, mientras tanto, cerró la puerta de su habitación con un golpecito rápido y se quedó un momento quieto, como si asegurarse de que nadie lo hubiera seguido. Luego, con la rapidez de alguien que tiene una misión importante entre manos, sacó un montón de hojas en blanco y desparramó una caja de crayones sobre la alfombra. Se dejó caer sobre su vientre y tomó un puñado de colores sin orden alguno, su mente ya completamente absorta en la tarea.
Primero trazó un óvalo enorme en el centro de la hoja. El Lobo. Sus patas eran dos líneas desiguales que se inclinaban hacia los lados, y sus cuernos apenas se distinguían entre las orejas mal dibujadas. Encima del Lobo, garabateó una nube de puntos en el cielo oscuro: las estrellas que había estado mirando.
—Seguro las está contando —susurró Amai para sí mismo, con la lengua asomando un poco entre los labios mientras dibujaba con esfuerzo.
Luego agregó un telescopio torcido al dibujo. Era demasiado grande en proporción al Lobo, pero no le importó. Le fascinaba la imagen de ese aparato apuntando hacia el cielo, como un ojo mecánico tratando de descubrir secretos en el espacio. Mientras trabajaba, su mente zumbaba con teorías.
Desde la planta baja, escuchó la voz de Kyho llamándolo: —¡Amai! ¿Qué estás haciendo allá arriba?
El pequeño gato se sobresaltó, pero no respondió de inmediato. Reunió sus dibujos en un pequeño montón, como si fueran un tesoro que debía proteger. Los escondió debajo de su almohada y se quedó un momento en silencio, escuchando los sonidos de la casa, sintiéndose en parte culpable por haber mantenido su secreto, pero demasiado emocionado como para detenerse ahora.
—Nada... —respondió finalmente, con una sonrisa traviesa en los labios.
Sabía que tenía que regresar al bosque. Lo que había visto esa noche no era solo una casualidad. Había algo más allá de lo que entendía, y estaba decidido a descubrirlo. Apoyó la cabeza sobre sus patas y cerró los ojos, mientras las estrellas brillaban en su mente como luciérnagas danzando en la oscuridad.
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Sugar Heart
General FictionEn la galaxia de Andrómeda se encuentra Amai, un pequeño gato de ojos curiosos que vive con su madre y hermanos en el tranquilo planeta Kedeki. Aunque sea pequeño de estatura, su asombro por las pequeñas maravillas de la vida, brilla tanto como el s...