El lobo observó la fotografía con una mezcla de nostalgia y algo más profundo: remordimiento. Era una sensación extraña, olvidada en el tiempo, como una vieja herida que nunca había terminado de sanar. Su pecho se tensó con un dolor sutil pero persistente, ese tipo de peso que uno lleva cuando sabe que ha fallado, aunque ya nadie esté allí para reclamarlo. Volvió a pasar los dedos por la imagen, acariciando las arrugas del papel como si alisarlas pudiera deshacer los años. La luz de las velas titiló suavemente sobre la fotografía: la mujer tigre, joven y hermosa, sonreía como si el tiempo no le pesara. El niño dragón, con su casco demasiado grande para su pequeña cabeza, mostraba esa clase de alegría despreocupada que solo los niños pueden tener. El lobo suspiró profundamente. Por un momento, pensó que el viento había soplado más frío desde fuera, pero pronto se dio cuenta de que era su propia melancolía lo que helaba el aire.
Cerró los ojos un instante, y el eco de risas lejanas resonó en su memoria. Esa fotografía era más que un simple trozo de papel. Era un espejo hacia un tiempo que ya no podía recuperar, un tiempo antes de que las decisiones equivocadas y la soledad tomaran su lugar en su vida. Su mirada, dura y envejecida, se dirigió hacia la puerta de la cabaña. Sabía lo que había afuera. El pequeño gato, vulnerable y frágil, esperaba en el frío. Su consciencia le susurró, agitando viejos fantasmas. "Déjalo entrar", parecía decirle una voz suave en su interior, pero él negó con un gruñido bajo, sacudiendo la cabeza como si quisiera ahuyentar el pensamiento. No era su problema, se dijo. No era su responsabilidad. Pero entonces sus ojos volvieron a la fotografía, y algo se rompió dentro de él, como una cuerda demasiado tensa. El gruñido que salió de su pecho fue grave, lleno de frustración y resignación. No podía dejar al pequeño afuera. Aunque quisiera.
Con un movimiento rápido, se levantó, haciendo rechinar la vieja madera bajo sus patas. Se acercó a la puerta, respiró hondo, y la abrió con un chirrido. La fría brisa nocturna le azotó el rostro, pero eso no lo detuvo. Afuera, en las escaleras, Amai estaba hecho bolita, abrazándose a sí mismo, intentando mantener el calor con sus patitas. Temblaba, y cada exhalación salía en pequeños nubarrones de vapor que se disipaban rápidamente en el aire. El viento revolvía su pelaje anaranjado, dejándolo más vulnerable aún, como una llama a punto de apagarse. El lobo lo observó un momento en silencio. Amai frotaba sus patitas con energía desesperada, como si pudiera atrapar el calor de su propio aliento y guardarlo para sobrevivir. El lobo suspiró, resignado. Había algo insoportablemente familiar en esa imagen: la soledad, el frío, la sensación de abandono. Sin decir una palabra, se agachó y envolvió a Amai con sus brazos, levantándolo como si fuera una brizna ligera. Amai apenas reaccionó al principio, sorprendido por el calor repentino. Luego, se acurrucó contra el lobo, pegándose a su pecho como si el mundo entero desapareciera allí, en esos brazos que olían a madera vieja y tabaco. El lobo permaneció de pie en el umbral, su figura proyectando una sombra larga bajo la luz de la luna. Miraba a Amai, hecho un ovillo en las escaleras, temblando, con su aliento escapando en pequeñas nubes que el viento se llevaba sin piedad. Frunció el ceño y se cruzó de brazos, indeciso. ¿Por qué seguía ahí afuera? No era su problema. Podía cerrar la puerta y dejar que el frío hiciera lo suyo. Era lo más sencillo. Lo más sensato.
Volvió a gruñir bajo, irritado. La imagen del pequeño temblando como una hoja se le metió debajo de la piel, incómoda, como una astilla que no lograba sacar. Intentó convencerse de que no le importaba. Pero el recuerdo de la vieja fotografía seguía nítido en su mente, esa mirada del niño dragón que alguna vez se acurrucó en su regazo, confiado y feliz. Como Amai, ahora solo y vulnerable bajo el viento nocturno.
—Maldita sea... —murmuró entre dientes, pasando una mano por su hocico en un gesto frustrado.
Con un bufido, giró sobre sus talones, abrió la puerta de golpe y salió al frío. Cada paso resonó en las tablas de madera, el sonido grave y lento, como una advertencia. Cuando llegó a las escaleras, se inclinó sobre Amai, que seguía frotando sus patitas, ajeno al lobo que lo miraba con una mezcla de fastidio y algo que no quería admitir.
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Sugar Heart
Narrativa generaleEn la galaxia de Andrómeda se encuentra Amai, un pequeño gato de ojos curiosos que vive con su madre y hermanos en el tranquilo planeta Kedeki. Aunque sea pequeño de estatura, su asombro por las pequeñas maravillas de la vida, brilla tanto como el s...