El Ratón

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Hace poco, se encontraba en el campamento Arbey, un lugar al que Amai fue enviado por su madre, con la esperanza de que le ayudaría en aprender a superar sus miedos. Sin embargo, para él, estar lejos de casa era como estar en un gran y desconocido océano, donde cada sombra parecía una ola amenazante y, cada ruido era como un escalofriante grito rugido de alguna criatura colosal nadando debajo de sus patitas. Miraba con desconfianza y se alejaba de cualquiera del campamento, sintiéndose como si estuviera en un remolino de luces que danzaban en la oscuridad, relacionando estas con brujas y hechiceras regodeándose de sus miedos inocentes y, la risa de los otros niños, le sonaban lejanas como si pertenecieran a un mundo secreto y exclusivo al que no podía acceder. El primer día había sido un torbellino de emociones, una sucesión de caras sonrientes y juegos de los que él se había sentido como un pez fuera del agua. Aquellas risas ajenas lo llenaban de incomodidad, como si cada niño en el campamento supiera algo que él no. Se sentía aún más pequeño, insignificante, y la incertidumbre le mantenía el corazón en un puño. Esa noche, mientras la fogata chisporroteaba y los demás niños se arremolinaban en torno a ella, Amai se apartó un poco, buscando refugio en la penumbra de un árbol solitario. Allí, en la quietud del bosque, trataba de recordar el calor del hogar y la risa de su madre, pero todo lo que podía ver eran sombras. La luz de la luna se filtraba entre las hojas, creando patrones de luz y oscuridad que hacían que su imaginación se desbordara, llevándolo a imaginar criaturas ocultas detrás de cada tronco y cada arbusto. No era nada agradable. De hecho, parecía que justo en ese momento; su mente decidió revelarse contra él.

Fue entonces cuando un suave susurro rompió la inquietante serenidad.

—¿No te gusta? —preguntó una voz suave y melodiosa, como un murmullo del viento.

Amai giró la cabeza, sobresaltado. Ante él, un pequeño ratón marrón, de pelaje suave y ojos chispeantes, lo observaba con curiosidad. Tenía un aire travieso, como si siempre estuviera al tanto de los secretos del bosque.

—Yo... —Amai comenzó a tartamudear, sin saber si hablarle a un ratón era cosa de locos — No, no me gusta... estoy lejos de casa.

El ratón lo miró con compasión, como si pudiera comprender el miedo que anidaba en su pequeño corazón. —Todos nos sentimos así a veces —dijo el ratón, acercándose con cautela — Pero no hay nada de qué temer. Soy Jhoss. — dijo extendiéndole a Amai la mano— y si quieres, puedo mostrarte que el bosque no es tan aterrador como parece.

Amai dudó. Un ratón ofreciéndole compañía. Nunca había pensado que podría ser amigo de un animal tan pequeño. Sin embargo, la calidez en la voz de Jhoss lo hizo sentir un poco más seguro.

—¿De verdad? —preguntó, sintiendo una chispa de esperanza mientras correspondía al saludo, intrigado por lo que oía.

Jhoss asintió con entusiasmo, su cola moviéndose de un lado a otro. —Sí. Ven, te enseñaré.

Con una mezcla de curiosidad y nerviosismo, Amai siguió al ratón a través de la oscuridad del campamento. A medida que se adentraban más en el bosque, la luz de la fogata se desvanecía lentamente, pero Jhoss iluminaba el camino con su presencia.

—Mira —dijo Jhoss, señalando un claro iluminado por la luna — Aquí es donde vienen a bailar las luciérnagas.

Amai observó cómo miles de pequeños destellos llenaban el aire, danzando entre los árboles. Era como un espectáculo de luces que hacía olvidar, al menos por un momento, el miedo que lo había acompañado.

—Son hermosas —susurró Amai, sin poder apartar la vista de aquel mágico espectáculo.

—Y son inofensivas. Al igual que el bosque —respondió Jhoss — Lo único que necesitas hacer es mirarlo con otros ojos.

Amai sonrió, sintiendo que poco a poco, la incomodidad se desvanecía. No podía creer que un simple ratón le mostrara algo tan mágico. A medida que la noche avanzaba, Jhoss le contó historias sobre las criaturas que vivían en el bosque: las ardillas que recolectaban nueces, las ranas que croaban en las charcas, y los búhos que vigilaban desde lo alto de los árboles.

—El bosque es como un gran libro —dijo Jhoss, moviendo sus pequeñas patas — Cada hoja, cada sombra, cada susurro, cuenta una historia. Solo tienes que estar dispuesto a escuchar.

Con cada palabra de Jhoss, Amai sentía que sus temores se desvanecían un poco más. Los árboles ya no eran monstruos en la penumbra, sino guardianes que susurraban secretos a los que se atrevían a acercarse. La oscuridad no era tan aterradora si tenía a alguien con quien compartirla.

Cuando regresaron al campamento, Amai se sintió diferente. Había algo dentro de él que había cambiado, una nueva luz que había brotado en su corazón. Se dio cuenta de que no estaba solo; tenía un amigo, un pequeño ratón que había hecho desaparecer sus miedos con historias y risas. Aquella noche, Amai se durmió bajo las estrellas, sin miedo. El murmullo del bosque lo arrulló mientras soñaba con luciérnagas y danzas, con un mundo donde los miedos se convertían en aventuras. Y en el rincón más cálido de su corazón, Amai supo que la verdadera valentía no estaba en la ausencia de miedo, sino en la decisión de enfrentarlo con un amigo a su lado.

Sugar HeartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora