Grietas Invisibles

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La noche cayó suavemente sobre la comarca. El viento susurraba entre los árboles, y cada habitante del pueblo se reunió en el claro principal, donde una enorme fogata azul ardía con un fuego sereno pero hipnótico. La llama no crepitaba como el fuego común; era un resplandor silencioso, profundo, como si las llamas danzaran en homenaje a las almas ausentes. Uno de los más ancianos, un ciervo de astas rojas (iguales que las de Raito), se levantó junto al fuego. Su voz resonó baja y profunda, como un eco de sabiduría milenaria.

—El fin de un viaje no es más que un punto entre caminos. La ausencia se siente en el cuerpo, como el frío en los huesos, pero el recuerdo... ese, amigos míos, es eterno. Vivimos para recordar, para sostener en nuestras manos lo que se desvanece... y en ese acto, aprendemos a amar de nuevo.

A medida que las palabras se deslizaban entre la multitud, las miradas se cruzaban entre sus habitantes, rostros apagados por la pérdida, expresiones lúgubres y calladas que compartían un entendimiento tácito del dolor. No había necesidad de hablar; el fuego hablaba por todos. Raito permanecía cerca de la fogata, con la mirada fija en las llamas danzantes. Sus labios temblaban mientras luchaba por evitar que sus emociones lo desbordaran. Una parte de él quería consolar a Kyho y a Amai, pero no podía encontrar las palabras. Sus puños se cerraron con fuerza, los nudillos blanqueándose por la tensión, mientras una lágrima rodaba lentamente por su mejilla, cayendo como una gota pesada que se llevaba su orgullo con ella.

—No debería haber pasado así... —murmuró para sí mismo, su voz ahogada en impotencia.

Y entonces la contención se rompió. Las lágrimas comenzaron a brotar, una tras otra, sin poder evitarlo. Raito lloraba en silencio, agachando la cabeza, con el corazón desgarrado, pero sin permitirse soltar más que esos pequeños gestos. Era como si, incluso en su dolor, intentara ser el hermano mayor fuerte que los otros necesitaban... aunque por dentro estuviera hecho pedazos. Kyho, en cambio, no tenía la misma templanza. Estaba roto, completamente devastado. El dolor en su interior hervía como lava, y cada respiración parecía un esfuerzo titánico por no gritar. Inhalaba profundamente y exhalaba con fuerza, como si intentara sofocar una furia que no tenía hacia dónde dirigir.

—¿Por qué...? —susurró, sus dientes apretados. Su cuerpo temblaba entre la ira y la tristeza, sus orejas caídas y su mirada perdida en el fuego, buscando respuestas que nunca llegaban.

Cada palabra que escuchaba a su alrededor lo hacía sentir más atrapado, más impotente. Quería gritar, quería romper algo, pero todo lo que podía hacer era seguir respirando pesadamente, ahogándose en el vacío que la ausencia de su madre había dejado. Amai observaba el fuego sin pestañear, sus ojos cristalinos reflejando el resplandor azul. Sentía el peso del silencio más que cualquier palabra. El dolor lo atravesaba de una forma diferente: pura, cruda. La imagen de su madre inundaba su mente, y con ella, comenzaron a escucharse fragmentos de su voz, como susurros fantasmales.


"Te prometo que volveré pronto."

La última promesa que le había hecho, resonaba en su cabeza como un eco interminable. Esa frase giraba y giraba en su mente, aplastándolo bajo el peso de su significado vacío ahora. Su pequeña alma no sabía cómo comprender lo que significaba no volver a ver a su madre. Amai sentía que el mundo a su alrededor se hacía cada vez más pequeño. El aire se volvía denso, y las lágrimas brotaron de sus ojos sin que él se diera cuenta. El momento final del ritual llegó. Cada habitante encendió una linterna flotante, una pequeña esfera de luz que se elevaría hacia el cielo como símbolo de despedida. Una a una, las linternas comenzaron a elevarse en silencio, iluminando la noche con un resplandor cálido y nostálgico. Las luces bailaban en el aire, alejándose hacia las estrellas, como si buscaran acompañar las almas en su viaje. Amai observó la linterna en sus manos con la vista nublada por las lágrimas. Todo a su alrededor parecía sofocarlo. No podía respirar bien, y la sensación de despedirse definitivamente lo aplastaba. No podía soltarla. No podía dejarla ir.

—¡No! —murmuró, antes de soltar la linterna y echar a correr.

Raito vio a su hermano salir corriendo entre la multitud, empujando a los demás sin mirar atrás. ¡Amai! —gritó Raito, corriendo tras él. —Volveré pronto... —repitió en un murmullo, como si así pudiera darle vida a la promesa rota.

Cuando Kyho y Raito finalmente notaron su ausencia, Raito quiso salir corriendo a buscarlo.

Voy por él —dijo, poniéndose de pie apresuradamente con desesperación.

Pero uno de sus vecinos lo detuvo con una mano firme en el hombro. —Déjalo. A veces es mejor estar solo.

Raito dudó, apretando los dientes. La sensación de dejarlo solo le dolía, sobre todo el remordimiento. Le dijo que ella volvería, le dijo que todo estaba bien... Kyho miro como Amai se alejaba, luego, miro hacia Raito. Y Raito, lo miro a él.

—Kyho...

Kyho lo volteo a ver.

—Les falle... Lo siento. — expreso con una voz apenas inflada de aire, al mismo tiempo en que las lagrimas se escapaban de sus ojos.

Y Kyho, suspirando, desvió la mirada al horizonte. —Querrás decir, Le fallamos a Amai.

Raito se quedó inmóvil. Había un desastre en su mente, muchos pensamientos y emociones entrelazadas como nudos en cables.

Sugar HeartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora