La Despedida

0 0 0
                                    


Para los tres hermanos, ese era un día inmóvil, atrapado en un momento que sabían que nunca olvidarían. El transportador de la agencia esperaba, una máquina silenciosa con las puertas abiertas como una boca ansiosa. El metal gris reflejaba el entorno con frialdad, como si se burlara del calor que Heru intentaba transmitir a sus hijos en esa última despedida.

—Es hora de irme —dijo Heru en voz baja, rompiendo el silencio que había caído sobre ellos como una niebla pesada.

Raito, siempre el más fuerte, apretó los labios y dio un paso hacia adelante. Sus manos temblaban ligeramente, aunque intentaba ocultarlo.

—Cuídate mucho, mamá —le dijo, abrazándola con fuerza, como si al hacerlo pudiera sostenerla aquí por un segundo más.

Heru sintió la tristeza contenida en el cuerpo de su hijo mayor. Sabía que cada palabra de Raito era una promesa silenciosa de que él mantendría todo en orden en su ausencia, sin importar lo que le costara. Lo abrazó más fuerte, sintiendo el peso de la responsabilidad que él cargaba sin quejarse, como siempre.

—Estoy tan orgullosa de ti —murmuró contra su cabello — No olvides que también tienes derecho a sentir. No siempre tienes que ser fuerte.

Raito asintió, pero no se atrevió a hablar. Sabía que, si lo hacía, las lágrimas terminarían ganándole. Dio un paso atrás, frotándose los ojos rápidamente antes de que alguien pudiera notarlo. Entonces llegó el turno de Kyho. Durante un instante, pareció que no iba a acercarse. Permaneció inmóvil, los brazos cruzados y la mandíbula tensa, como si todavía estuviera luchando contra todo lo que sentía.

—No tienes que hacer esto —dijo, su voz sonó como susurro lleno de resentimiento y súplica a la vez.

Heru lo miró con infinita ternura. Sabía que detrás de esa máscara de enojo se escondía un niño que solo quería que su madre se quedara. —Ojalá no tuviera que irme, Kyho. Pero volveré. Te lo prometo.

Kyho bufó, pero sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas. Después de un momento, dio un paso hacia adelante y, de manera torpe, la abrazó. No era un abrazo cómodo ni dulce, pero era todo lo que podía dar en ese momento. —Más te vale volver —murmuró, su voz termino por quebrarse al final.

Heru asintió, sosteniéndolo entre sus brazos como si ese momento pudiera detener el tiempo. Por último, se arrodilló frente a Amai, quien la había estado observando con esos grandes ojos en forma de wafle, llenos de terror y dolor infantil. Amai no entendía completamente por qué tenía que irse su madre, pero entendía lo suficiente como para saber que algo en su pequeño mundo estaba a punto de romperse.

—¿No puedes quedarte? —preguntó Amai en un murmullo apenas audible, aferrándose al borde de su túnica. Heru sintió cómo su corazón se partía en mil pedazos. El miedo en la voz de Amai era la clase de miedo que los niños sienten cuando se dan cuenta, por primera vez, de que las cosas pueden cambiar para siempre.

—Si pudiera quedarme, lo haría —dijo Heru, acariciándole el cabello con suavidad — Te prometo que regresaré pronto. Todo estará bien, Amai.

Pero incluso mientras decía esas palabras, supo que no eran suficientes. Los niños no entienden las promesas vacías, porque para ellos el "pronto" puede ser una eternidad. Amai la abrazó con todas sus fuerzas, enterrando la cara en su cuello como si al hacerlo pudiera desaparecer el dolor que sentía. Heru lo sostuvo, deseando que ese abrazo pudiera durar para siempre.

—Te quiero, mamá —susurró Amai, con la voz temblorosa — Por favor, no te vayas.

Heru cerró los ojos y lo apretó más fuerte. —Yo también te quiero, mi amor. Más de lo que puedas imaginar.

El sonido del transportador encendiéndose interrumpió el momento. Era el tipo de sonido que no admitía aplazamientos, un recordatorio frío y mecánico de que ya no había vuelta atrás. Heru soltó a Amai con suavidad, aunque cada fibra de su ser gritaba por no hacerlo. Se levantó lentamente, sin querer mirar a sus hijos porque sabía que, si lo hacía, tal vez no sería capaz de irse.

—Nos veremos pronto —dijo con una sonrisa que no llegó a sus ojos. Subió al transportador sin mirar atrás. Las puertas se cerraron con un suave suspiro de aire comprimido, y entonces, como una sombra que se disuelve en el crepúsculo, el vehículo comenzó a alejarse. Los tres hermanos se quedaron inmóviles, observando cómo el transportador desaparecía lentamente por el horizonte, llevándose a su madre con él. El silencio que los envolvió era más pesado que cualquier palabra que pudieran haberse dicho. Amai se quedó mirando hasta que el vehículo fue solo un punto en la distancia. Sus manos pequeñas colgaban a los costados, temblando ligeramente, como si su cuerpo no supiera cómo reaccionar ante la ausencia repentina.

—¿Cuándo va a volver? —preguntó, su voz quebrada por la desesperación.

Raito lo abrazó desde atrás, apoyando la barbilla en su cabeza. —Pronto, Amai. Volverá pronto.

Pero incluso Raito sabía que "pronto" era un placebo que contaba tanto a su hermano como a sí mismo. Kyho, con los ojos llenos de rabia contenida, pateó una roca con furia y se alejó unos pasos. No dijo nada. No había palabras suficientes para llenar el hueco que Heru había dejado atrás. El cielo sobre ellos comenzaba a oscurecer, los primeros tonos de la noche arrastrándose por el horizonte. Las sombras se alargaban, envolviendo a los tres hermanos en una melancolía que ninguno de ellos sabía cómo deshacer. Y así se quedaron allí, tres figuras diminutas contra la inmensidad del mundo, viendo cómo la noche caía sobre Kedeki y esperando, cada uno a su manera, que su madre volviera algún día.

Sugar HeartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora