Más Allá de la Página en Blanco

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La casa estaba silenciosa, demasiado. Kyho y Raito se habían ido hacía un rato, pero algo en su partida lo dejó intranquilo. No era la primera vez que salían sin él, pero esta vez había algo distinto, algo que no lograba entender. La mirada que le había dado Raito justo antes de cerrar la puerta seguía repitiéndose en su mente. No era una mirada cualquiera.

"Quédate aquí, ¿sí?" Y eso fue todo. Ni una sonrisa. Ni una promesa de volver pronto... Nada.

El silencio que dejó su partida era denso, pesado, como una niebla que se infiltraba en cada rincón de la casa. Amai se levantó y paseó por la sala, inquieto. Intentaba convencerse de que todo estaba bien, pero no podía sacudirse la sensación de que algo raro estaba pasando. Dio vueltas, moviendo las patas sin rumbo, mientras el sol se deslizaba hacia el horizonte y la luz en la casa se volvía anaranjada y débil. La luz del atardecer entraba por las ventanas, proyectando sombras largas y distorsionadas en las paredes. A medida que el sol se escondía, las sombras crecían, como si se estiraran para llenar cada rincón de la casa.

Amai caminó hacia la cocina, intentando ocupar su mente con algo. Revolvió la despensa sin motivo, pero no encontró nada que le quitara la sensación incómoda en el estómago. El reloj en la pared seguía su marcha lenta y constante: tic-tac... tic-tac...

Se dirigió a la ventana de la sala, apartando la cortina con una pata. Miró hacia la calle. Vacía. Ni un alma a la vista. El viento movía las ramas de los árboles en un ritmo irregular, casi inquietante, como si intentaran decirle algo que no podía entender. El sol ya había desaparecido, dejando una penumbra azulada que hacía que todo se viera extraño. Volvió a dejar caer la cortina y paseó por la casa, sin rumbo fijo. La alfombra bajo sus patas amortiguaba el sonido de sus pasos, haciendo que se sintiera como si flotara en ese vacío silencioso. Se asomó al cuarto de Kyho: estaba igual de ordenado que siempre, pero el aire dentro se sentía denso. Amai tuvo la impresión de que alguien había estado allí minutos antes, pero no podía saber quién ni cuándo.

Regresó a la sala y se dejó caer en el sofá. La casa estaba vacía, pero no se sentía vacía. Algo en ella pesaba, como si cada objeto, cada rincón, estuviera expectante, aguardando algo que nunca llegaba. Intentó decirse que todo estaba bien, pero el nudo en su estómago no desaparecía. Pasaron los minutos. O las horas. No lo sabía. El tiempo se había vuelto viscoso, estirándose como una goma infinita. Los segundos parecían demasiado largos. El tic-tac del reloj era más fuerte ahora, como si quisiera asegurarse de que lo escuchara. Amai se levantó de golpe. Tenía que hacer algo. No podía quedarse quieto esperando. Pero ¿esperar qué, exactamente? No lo sabía. Caminó de nuevo hacia la ventana, abrió un poco la cortina, y miró afuera. El viento había cesado. Los árboles ya no se movían. Todo estaba inmóvil. Amai retrocedió lentamente. La cortina se deslizó de nuevo en su lugar con un susurro suave. Dio un paso más hacia atrás, luego otro. Su espalda chocó contra la pared, y allí se quedó, quieto, con el corazón latiendo rápido en su pecho. Un pensamiento oscuro cruzó por su mente: ¿Y si no vuelven? ¿Y si nunca vuelven?

Intentó reírse de sí mismo, pero el sonido se le quedó atascado en la garganta. La casa estaba completamente a oscuras ahora. No había querido encender las luces. Algo en la oscuridad le parecía más seguro que la luz brillante e incómoda. Como si encender una lámpara pudiera revelar algo que prefería no ver.

Un clic sutil, como el que hacen las bisagras al relajarse. Nada más. Amai giró las orejas hacia el pasillo. No había nadie. Por supuesto que no había nadie. Estaba solo. Lo sabía. Lo sabía. Pero la sensación en su estómago decía otra cosa. Decía que algo en la casa había cambiado. Algo que no podía ver, pero que estaba allí. Se acercó lentamente al pasillo otra vez, casi sin respirar. Al llegar al umbral, se quedó quieto. Nada. Todo estaba igual. Pero ahora el silencio era más profundo, más espeso, como si la casa esperara que hiciera algo. O tal vez esperaba a alguien más. Amai se dio la vuelta rápidamente y regresó al sofá, encogiéndose en él. Cerró los ojos con fuerza, como si así pudiera hacer que el tiempo avanzara más rápido. Raito y Kyho volverían. Seguro que volverían.

Los segundos siguieron avanzando, uno tras otro. Tic. Tac.

El viento volvió a soplar afuera, haciendo crujir una rama contra la ventana. Amai abrió los ojos de golpe, con el corazón martillando en sus orejas. Por un momento, le pareció escuchar pasos. Pero no. Solo era su imaginación. Tenía que serlo. Se quedó inmóvil en el sofá, sin atreverse a moverse ni a respirar demasiado fuerte. La oscuridad lo envolvía por completo ahora, y en ese silencio absoluto, la casa dejó de sentirse como su hogar. De pronto, Amai recordó algo: Kyho le había dado permiso para usar su libreta de dibujo. Con decisión, se levantó del sofá y subió las escaleras hacia el cuarto de Kyho. La casa seguía en silencio, pero cada paso sobre la madera del suelo parecía amplificar ese silencio, como si la casa escuchara. O esperara.

La puerta del cuarto de Kyho estaba abierta. Él nunca la dejaba abierta. Amai se detuvo en el umbral y asomó la cabeza. Dentro todo estaba igual de ordenado que siempre, con la cama perfectamente tendida y los objetos en su lugar. Pero había algo incómodo en cruzar esa línea invisible. Entrar allí se sentía como entrar en territorio prohibido. ¿Y si Kyho se enojaba? El gato inhaló profundamente y, decidido, entró. Comenzó a buscar entre las cosas de su hermano, abriendo cajones despacio para no hacer ruido. Encontró camisetas, algunos lápices sueltos, y un par de cartas arrugadas que decidió no leer. Se dirigió hacia la mesita junto a la cama. El cajón de arriba estaba atascado, así que tiró de él con ambas patas. El cajón cedió de golpe, y un montón de cosas se desparramaron sobre la alfombra.

Amai se agachó rápidamente para recogerlas. Entre los objetos caídos, su pata tocó algo familiar: la libreta de dibujo de Kyho. La reconoció al instante por la portada negra y gastada, con marcas de crayón en la esquina inferior. La abrió con cuidado. El olor del papel usado tantas veces le trajo una sensación de nostalgia mezclada con incomodidad. No había dibujos alegres allí. Solo bocetos extraños, formas torcidas, garabatos que parecían hechos con prisa, como si Kyho hubiera estado dibujando para sacarse algo de la cabeza. Figuras sin rostros, espirales que parecían hundirse en el papel, y muchas sombras.

Amai pasó las páginas una tras otra, más rápido cada vez. Las imágenes eran inquietantes. Formas sin sentido que daban la impresión de estar a punto de cobrar vida en cualquier momento. Como si cada dibujo hubiera sido hecho en un momento de frustración, o de miedo. Finalmente llegó a las últimas páginas en blanco. Suspiró, sintiendo un alivio extraño al verlas. Tomó uno de los lápices de Kyho y se sentó en el suelo, cruzando las patas.

—Voy a dibujar algo bonito —se dijo en voz baja, como para calmarse.

Empezó con un círculo que pretendía ser la cara de Raito. Luego añadió las astas y una gran sonrisa. El lápiz se movía rápido por el papel, pero su mente no lograba desconectar del todo. Algo no encajaba. Sentía como si la habitación estuviera... observándolo. Una leve corriente de aire hizo que la puerta crujiera, abriéndose apenas un par de centímetros más. Amai levantó la cabeza, con las orejas tiesas. Nada. Solo la puerta, movida por el viento. El viento, eso es todo.

Volvió a mirar la libreta y siguió dibujando, intentando concentrarse. Pero las líneas no salían como él quería. Los trazos eran más oscuros de lo que pretendía, más pesados. El Raito que había intentado dibujar parecía enfadado, con la sonrisa torcida en un ángulo extraño. Amai apretó el lápiz con más fuerza. Algo en su pecho comenzó a apretarse, como si hubiera cometido un error. No debía haber entrado. No debía estar allí. Pero ya estaba dentro. Dejó la libreta de lado y se puso de pie. Tal vez debía volver a la sala. Podía dejar todo en su lugar y nadie sabría que había tocado nada. Sí, era una buena idea. Lo haría ahora, antes de que el aire en la habitación se volviera más pesado.

Sugar HeartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora