La Tormenta del Hijo Roto

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El caos era un animal sin cadenas, rugiendo y rompiendo todo a su paso. La sala, pequeña y fría bajo la luz fluorescente, se había convertido en un campo de batalla. Raito, aplastado contra las baldosas, gruñía como una bestia salvaje, sus músculos en tensión, cada fibra de su cuerpo negándose a ser sometida. Los guardias, a pesar de su entrenamiento, no podían contenerlo; era como tratar de sujetar un alud con las manos desnudas.

—¡Maldición, sujétenlo, sujétenlo! —gritó uno de los guardias, su voz aguda de puro pánico.

Dos hombres más se lanzaron sobre él, forzando sus rodillas contra la espalda de Raito, aplastando sus brazos contra el suelo, pero no era suficiente. El suelo retumbaba con cada sacudida violenta de su cuerpo, y los guardias se agitaban, sudando, jadeando, algunos con los labios apretados por el esfuerzo de no perder el control.

—¡Voy a matarlos! —rugió Raito, su voz era un trueno que rebotaba en las paredes, resonando con una furia tan intensa que hacía temblar incluso a los más veteranos. Escupía saliva mientras sus dientes rechinaban, y su mirada era la de alguien al borde de la locura.

De pronto, un crujido desgarrador: uno de los guardias gritó al sentir cómo su hombro se dislocaba bajo la presión brutal de Raito. El hombre cayó hacia un lado, gimiendo y sujetándose el brazo como si estuviera en llamas.

—¡Necesitamos más ayuda aquí! —vociferó otro guardia, desesperado, mientras intentaba mantener el cuerpo del gigante en el suelo.

La puerta se abrió de golpe, y cinco hombres más irrumpieron como un torrente, lanzándose sin compasión sobre Raito, que ahora estaba cubierto de sudor y polvo, su aliento feroz escapando en nubes de vapor caliente. Las botas resonaban con un ritmo frenético contra las baldosas, y el aire se llenó del sonido de cuerpos chocando, gritos sofocados y maldiciones jadeadas entre dientes.

Kyho estaba acurrucado contra el muro, su pecho subiendo y bajando a toda velocidad. Estaba empapado de sudor, y sus manos temblaban como hojas al viento mientras se las llevaba a la cara, respirando entrecortadamente. Los ojos se le nublaban, y su corazón parecía estar martilleando su caja torácica desde dentro, amenazando con estallar en cualquier momento.

—Raito... —susurró Kyho, con la voz quebrada, pero ni siquiera él sabía si lo decía para calmar a su hermano o a sí mismo. Sus manos aferraban sus propias piernas, como si con eso pudiera evitar que el terror lo destrozara.

Elion estaba al otro lado, tambaleante, sujetado por dos hombres. Su nariz rota sangraba copiosamente, un hilo grueso y oscuro que goteaba sin parar sobre su camisa, formando manchas como flores marchitas en el tejido. Un médico apretaba un pañuelo contra su rostro, pero la sangre seguía brotando, empapando el trozo de tela como si fuera agua vertida sobre arena seca. Elion apenas podía mantenerse consciente, su mente nublada por el dolor y la confusión.

—Maldita sea... —murmuró el médico, ajustando la presión sobre la nariz rota. Pero ni su voz, ni la de nadie más, podían atravesar el rugido frenético que provenía del centro de la habitación.

Raito sacudió su cuerpo con un empuje final, y por un momento, todo el peso de los guardias pareció inútil. Dos hombres salieron disparados hacia atrás, uno golpeando su cabeza contra la pared con un sonido seco y contundente. Otro fue empujado hacia las sillas, que se derrumbaron en un alboroto de patas rotas y metal retorcido.

—¡Voy a arrancarles la maldita cabeza! —bramó Raito, su voz desgarrando el aire como una espada oxidada.

Las luces parpadearon otra vez, como si incluso la energía del lugar temblara bajo la presión del caos. El suelo parecía inclinarse bajo la batalla, las baldosas resbaladizas por el sudor y las pisadas frenéticas. Un guardia logró sacar una jeringa del bolsillo, pero Raito le lanzó un codazo al pecho, dejándolo sin aire, y la jeringa salió volando, rodando por el suelo hasta los pies de Kyho. Kyho la miró como si fuera un objeto extraño, algo que no pertenecía a este mundo. Sus manos seguían temblando, pero no se movió. No podía. Estaba paralizado, como un animal atrapado en los faros de un camión. En el centro de todo, Raito se levantaba otra vez, medio cuerpo fuera del control de los guardias que lo sujetaban con desesperación. El sonido de su respiración era un gruñido profundo, un eco del odio que lo consumía por dentro. Había furia en cada fibra de su ser, furia por algo que nadie más podía entender.

Sugar HeartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora