—¿Quieren saber cómo conocí a su padre? —pregunté mientras me sentaba en el sillón, rodeada por mis dos pequeños, Sofía y Diego. Ambos tenían diez años y, aunque ya les había contado esta historia antes, siempre pedían que la repitiera.
—¡Sí, mamá! ¡Cuéntanos otra vez! —dijo Sofía, con una sonrisa que reflejaba su curiosidad.
—De acuerdo, pero esta vez quiero que su padre no interrumpa con sus bromas, —advertí, mirando a Miguel, quien estaba en la cocina preparando un snack para los niños.
—¿Bromas? ¿Yo? Nunca haría algo así, —respondió Miguel, fingiendo indignación mientras llevaba un plato de frutas a la sala.
Los niños rieron, ya anticipando que su padre no podría resistirse a intervenir.
—Bueno, todo comenzó en mi primer día en el dojo de su abuelo Jhonny, más bien una bodega —empecé, sonriendo al recordar aquel momento—. Yo estaba nerviosa, pero también emocionada. Tu abuelo Johnny estaba ahí, y cuando me presenté, tu papá estaba entre todos...
—¿Y era tan bueno como dice ser ahora? —preguntó Diego, con un tono de duda que hizo reír a Sofía.
—¡Oye! Era el mejor, —respondió Miguel, levantando las manos como si estuviera defendiendo su honor. Luego me miró con una sonrisa traviesa—. Claro, hasta que llegó tu mamá y me dejó en el suelo con una llave que ni siquiera sabía que podía hacer.
Los niños estallaron en carcajadas.
—¡¿En serio, mamá?! —preguntó Sofía, con los ojos brillando de emoción.
—Bueno, fue más suerte que otra cosa, —dije, riendo—. Pero sí, desde ese momento, su papá no dejó de intentar impresionarme.
—Eso no es cierto, —replicó Miguel, fingiendo ofenderse—. Yo siempre fui impresionante.
—Claro que sí, papá, —dijo Diego, dándole una palmada en la espalda mientras todos reíamos juntos.
Después de un rato, los niños se pusieron sus pequeños gis de Cobra Kai, con el icónico logo bordado en la espalda. Miguel y yo les habíamos empezado a enseñar karate desde los cinco años, siguiendo la tradición familiar, pero siempre lo hacíamos de una manera divertida y segura.
—Bien, equipo, —dijo Miguel mientras nos dirigíamos al dojo que teníamos en casa—. ¿Listos para entrenar?
—¡Sí! —gritaron al unísono, llenos de entusiasmo.
Comenzamos con ejercicios básicos: patadas, bloqueos y algunas combinaciones sencillas. Sofía era ágil y rápida, mientras que Diego tenía fuerza y determinación. Ambos eran un reflejo perfecto de nosotros.
—Diego, recuerda mantener el equilibrio, —le dije mientras él practicaba una patada lateral.
—Y Sofía, no te olvides de girar la cadera para dar más fuerza a tu golpe, —añadió Miguel.
Los niños se esforzaban, pero también se divertían. Cada vez que uno de ellos hacía un movimiento perfecto, los aplaudíamos, y cuando cometían errores, los corregíamos con paciencia.
—¿Así lo hacían ustedes cuando eran jóvenes? —preguntó Sofía, mientras intentaba replicar una combinación que Miguel acababa de mostrarle.
—Bueno, tu mamá era increíble desde el principio, —dijo Miguel, mirándome con una sonrisa—. Pero yo tuve que aprender algunas lecciones difíciles.
—¿Como qué? —preguntó Diego, curioso.
—Como que nunca debes subestimar a alguien más pequeño que tú, —respondió Miguel, guiñándome un ojo.
Los niños rieron mientras seguían practicando. Después de una hora de entrenamiento, decidimos que era suficiente por el día y regresamos a la casa para cenar.
La cena fue sencilla pero deliciosa: pasta con vegetales, una receta que había perfeccionado con los años. Todos se sentaron alrededor de la mesa, compartiendo historias del día y riendo.
—Papá, ¿crees que algún día podamos ser tan buenos como tú y mamá? —preguntó Diego mientras terminaba su plato.
—No tengo dudas, hijo, —respondió Miguel, con una sonrisa orgullosa—. Ustedes tienen algo que yo no tenía cuando empecé: una familia que los apoya en todo momento.
Después de la cena, ayudamos a los niños a prepararse para dormir. Sofía insistió en que le leyéramos una historia, mientras que Diego quería practicar un poco más de karate antes de irse a la cama. Finalmente, cuando todos estuvieron dormidos, Miguel y yo nos sentamos en el sofá, disfrutando del silencio de la noche.
—¿Te das cuenta de lo lejos que hemos llegado? —pregunté, apoyando mi cabeza en su hombro.
—Sí, y no cambiaría nada de nuestro camino, —respondió Miguel, rodeándome con su brazo—. Bueno, tal vez hubiera evitado unas cuantas peleas... pero todo valió la pena.
Sonreí, recordando todos los desafíos que habíamos enfrentado juntos: los torneos, las rivalidades, incluso las dudas y miedos que habíamos superado. Ahora teníamos una familia increíble y un legado que estábamos construyendo juntos.
—Cobra Kai siempre será parte de nuestras vidas, —dije, mirando el anillo de promesa en mi mano derech que Miguel me había dado años atrás, aún en mi dedo. Pero en la izquierda ahora adornaba uno de compromiso acompañado de uno de bodas.
—Pero lo mejor de Cobra Kai es lo que nos enseñó: no rendirnos nunca, —añadió él, mirándome con ternura.
Nos quedamos así por un rato, en silencio, agradeciendo todo lo que teníamos. La vida no había sido perfecta, pero era nuestra, y no podíamos estar más felices.