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La madrugada pintaba el cielo con suaves tonos grises y azulados cuando Sarada llegó al palacio. El aire fresco y húmedo de la mañana acariciaba su rostro, aún marcado por la fatiga del viaje y la tensión de las últimas horas.  Entró en sus aposentos, el silencio de la hora temprana solo interrumpido por el leve susurro del viento que se colaba por las ventanas abiertas. ChouChou ya estaba allí.

Sarada se acercó, el peso de sus ropas pesadas sobre sus hombros, y se sentó a su lado.

—ChouChou —comenzó Sarada, su voz apenas un susurro, un susurro que intentaba disimular la tensión que la embargaba —Necesito explicarte por qué no fuimos al norte.

ChouChou giró la cabeza lentamente, sus ojos encontrando los de Sarada. 

—No es necesario —respondió con un suspiro suave, su voz apenas audible, pero llena de una profunda empatía.
—Su majestad te encontró.  Eso lo dice todo.

Sarada sintió un nudo en la garganta.  Quería explicarle todo, detallar la lucha interna, la tormenta de emociones que la había llevado a tomar esa decisión, pero las palabras se negaban a salir.  ChouChou le había leído el alma, comprendiendo la complejidad de sus sentimientos sin necesidad de explicaciones.

Un silencio cómodo se instaló entre ellas, un silencio que no era vacío, sino un espacio lleno de comprensión tácita.  Sarada se apoyó en el hombro de ChouChou, sintiendo el calor reconfortante de su cuerpo, el suave peso de su cabeza sobre su hombro.

—Gracias, ChouChou —murmuró Sarada después de un rato, su voz apenas audible—Gracias por todo.  Por tu lealtad, por tu paciencia, por tu… comprensión.

ChouChou la abrazó de nuevo, con más fuerza aún. 

—Siempre estaré aquí para ti —dijo, su voz firme y cariñosa—Siempre.

En ese momento, rodeada del cariño de su amiga, el palacio, con sus intrigas y sus expectativas, parecía quedar lejos, un mundo distante e irrelevante.  Todo lo que importaba era la presencia de ChouChou, su incondicional apoyo, su amor silencioso y constante.  En ese abrazo, Sarada encontró la paz que tanto necesitaba, la fuerza para enfrentar lo que se avecinaba.

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El cielo, ahora un lienzo de vibrantes colores rosados y dorados, reflejaba la mezcla de emociones que inundaban a Kawaki.  Se irguió, apoyándose en su espada, la respiración aún entrecortada por el esfuerzo del combate.  A su alrededor, los tres guardias de Boruto yacían inmóviles, exhaustos pero vivos, un testimonio de su victoria en el largo y agotador duelo.  El amanecer pintaba el patio de entrenamiento con una luz suave, revelando la magnitud de la batalla librada bajo la oscuridad de la noche.

Pero la victoria no le traía la satisfacción que esperaba.  En su mente, la imagen de Sarada se superponía a la escena del patio de entrenamiento.  Había luchado con una intensidad brutal, empujando sus límites hasta el extremo, impulsado por una preocupación que se negaba a confesar abiertamente.  Su victoria sobre los guardias era un medio, no un fin.  Había necesitado demostrar su fuerza, su capacidad para proteger lo que le importaba.

Kawaki se preguntó si Boruto había logrado llegar a Sarada.  La idea lo llenaba de una inquietud profunda.  El silencio del amanecer, roto solo por el susurro del viento entre los árboles, parecía amplificarla.  Esperaba, con una ansiedad que le apretaba el pecho, que Boruto no hubiese logrado alcanzarla, que Sarada estuviera a salvo.  La imagen de su rostro, sereno y resuelto, se materializó en su mente, contrastando con la brutalidad del combate que acababa de terminar.  La victoria sobre los guardias era insignificante comparada con la necesidad de proteger a Sarada, de mantenerla a salvo del alcance de Boruto. 

𝑬𝒎𝒑𝒆𝒓𝒂𝒕𝒓𝒊𝒛 𝑼𝒄𝒉𝒊𝒉𝒂 • |Borusara|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora