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El sol de la mañana apenas comenzaba a asomar sobre el horizonte cuando Sarada, vestida con un sencillo kimono, reunió a sus doncellas, ChouChou y Akira, en sus aposentos.  Su expresión era seria.

—Preparad el carruaje —ordenó Sarada, su voz firme y decidida—. Hoy visitaremos el pueblo.

ChouChou y Akira intercambiaron miradas sorprendidas.  Las visitas de la Emperatriz al pueblo eran raras, reservadas para ocasiones especiales.

—¿Al pueblo, Su Majestad? —preguntó ChouChou con cautela.

—Sí —respondió Sarada—. He decidido distribuir comida y monedas de oro entre los más necesitados.  El invierno se acerca y es nuestro deber como gobernantes asegurar el bienestar de nuestro pueblo.

La noticia se extendió rápidamente por el palacio.  El carruaje imperial, tirado por dos robustos caballos blancos, fue preparado con rapidez.  Un séquito de sirvientes, cargados con cestas de comida y bolsas de monedas de oro, se reunió en el patio.  Guardias imperiales, imponentes en sus armaduras relucientes, formaron una escolta alrededor del carruaje, asegurando el paso seguro de la Emperatriz.

Sarada, sentada en el carruaje, observaba el ajetreo con una mezcla de ansiedad y satisfacción.  La decisión de visitar el pueblo no había sido fácil.  La vida en el palacio, con sus lujos y responsabilidades, la había alejado de la realidad de su pueblo.  Esta visita era una oportunidad para conectar con ellos, para mostrar su compasión y su compromiso con su bienestar.

Mientras el carruaje se ponía en marcha, Sarada sintió un nudo en el estómago.  No era solo la responsabilidad de su posición, sino también el deseo genuino de ayudar a quienes más lo necesitaban.  El viaje al pueblo no era simplemente una visita protocolaria; era un acto de humildad y un compromiso con su pueblo, un pueblo al que ella, la Emperatriz, estaba inextricablemente unida.  El sonido de las ruedas del carruaje sobre el empedrado, el murmullo de los guardias y el silencio respetuoso de sus doncellas, la acompañaban en su viaje hacia el pueblo.

  El sonido de las ruedas del carruaje sobre el empedrado, el murmullo de los guardias y el silencio respetuoso de sus doncellas, la acompañaban en su viaje hacia el pueblo

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La oficina del Emperador Boruto era un espacio amplio y elegante, pero funcional.  Mapas desplegados sobre mesas de caoba, pergaminos cuidadosamente ordenados y un escritorio de ébano pulido reflejaban la seriedad de sus responsabilidades.  Boruto, sentado tras su escritorio, revisaba un informe sobre la cosecha de arroz cuando uno de sus consejeros, un hombre de mediana edad con una expresión seria, se acercó con cautela.

—Su Majestad —comenzó el consejero, con una inclinación de cabeza—. Tenemos noticias de la Emperatriz.

Boruto levantó la vista, su expresión cambiando de concentración a interés. 

—¿Sarada? ¿Qué ocurre con ella?

—Su Alteza ha salido del palacio —informó el consejero—. Ha ido al pueblo.

Una sonrisa se dibujó en los labios de Boruto. 

—¿Al pueblo?  ¿Sin previo aviso?

—Así es, Su Majestad.  Parece que ha decidido distribuir comida y monedas de oro entre los necesitados.

𝑬𝒎𝒑𝒆𝒓𝒂𝒕𝒓𝒊𝒛 𝑼𝒄𝒉𝒊𝒉𝒂 • |Borusara|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora