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Siete meses después de la apertura del harem imperial, el sol de la tarde pintaba de oro las paredes del palacio. Las concubinas, ataviadas con sedas y joyas, se agrupaban en pequeños círculos, susurrando entre sí. Sus voces, apenas un murmullo en el opulento ambiente, giraban en torno a un único tema: la Emperatriz Sarada.

-La Emperatriz... todavía no ha dado un heredero... Dicen que duerme todas las noches con Su Majestad, pero nada... - susurraba una, su voz llena de una mezcla de envidia y desdén.

-Quizás Su Majestad se aburra pronto de ella... -añadía otra, con una sonrisa maliciosa-. Es demasiado fría, demasiado... inflexible. No deja que ninguna de nosotras nos acerquemos al Emperador.

Sarada, con su vestido verde esmeralda y sus joyas de jade, avanzaba con paso firme por el largo corredor. ChouChou y Akira, sus doncellas, la seguían a una distancia respetuosa. Sus oídos, agudos como los de un halcón, captaban cada susurro, cada risita nerviosa.

Se detuvo ante un grupo particularmente bullicioso. Una concubina, con una sonrisa burlona, dejó escapar una risita. Sarada se acercó, su presencia imponiendo un silencio inmediato.

-¿Cuál es tu nombre? -preguntó Sarada, su voz baja pero firme.

-Kiyomi, Su Majestad -respondió la concubina, su sonrisa desvaneciéndose rápidamente, reemplazada por un temor palpable.

Sarada la miró con una expresión inexpresiva.

-Kiyomi -repitió, su voz fría como el hielo-. Un nombre encantador. Una lástima que tu comportamiento no esté a la altura. Recuerda, este harén está bajo mi autoridad, y cualquier murmuración, cualquier falta de respeto hacia mí, tendrá consecuencias. No me importa cuánto tiempo haya pasado desde la apertura del harem; mi posición como Emperatriz es inamovible. Y mi paciencia, aunque grande, no es infinita.

Un silencio pesado cayó sobre el harem. Las concubinas, sus rostros pálidos, bajaron la mirada. Sarada, sin añadir más palabras, continuó su camino, dejando tras de sí un silencio que hablaba más que cualquier grito.

...

El sol de la tarde se filtraba a través de las cortinas de seda, pintando destellos dorados en el suelo de los aposentos de Sumire. La habitación, un remanso de paz en medio del bullicio del harén, estaba decorada con tonos suaves y flores frescas. Sumire, radiante a pesar de su avanzado estado de embarazo, se sentaba en la cama, la mano acariciando suavemente su abultado vientre. A su lado, Karin, sentada con la misma postura relajada, observaba la escena con una mezcla de ternura y preocupación.

-Ya casi llega el momento, Karin -dijo Sumire con una sonrisa, su voz suave y tranquila-. Puedo sentirlo.

Karin sonrió, sus ojos mostrando una sincera alegría.

-Lo sé, Sumire. Y estoy muy feliz por ti.

Sumire suspiró, un suspiro de felicidad y también de nerviosismo.

-Nunca pensé que llegaría a este punto tan tranquila. Este embarazo... ha sido diferente a todo lo que imaginé. Pero tú... tú has hecho todo más fácil.

Karin le tomó la mano, sus dedos entrelazados con los de Sumire.

-Siempre estaré aquí para ti, Sumire. Ya sabes que te considero una amiga, y no solo eso, te quiero como a una hermana.

Sumire se emocionó, sus ojos brillando con lágrimas.

-Eres la única amiga que he hecho en este lugar, Karin. En serio, te agradezco tanto. Todos los días, sin excepción, has venido a verme. Nunca pensé que encontraría una amiga aquí.

Karin le apretó la mano con fuerza.

-Es mi obligación, Sumire. El niño que esperas es hijo de mi sobrino. Es mi deber asegurarme de que tanto tú como él estén bien.

𝑬𝒎𝒑𝒆𝒓𝒂𝒕𝒓𝒊𝒛 𝑼𝒄𝒉𝒊𝒉𝒂 • |Borusara|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora