El sol naciente bañaba la plaza con su luz clara y vibrante, disipando las sombras de la madrugada y cubriendo la ciudad con un resplandor suave. El aire fresco traía consigo el aroma del pan recién horneado y el murmullo del agua de las fuentes cercanas, mezclándose con el susurro contenido de la multitud. La brisa matutina ondeaba ligeramente el vestido azul de Sarada mientras permanecía inmóvil en su sencilla silla de madera, observando la larga fila de aldeanos que aguardaban con paciencia.
A su alrededor, sus doncellas se movían con precisión y gracia, distribuyendo tazones humeantes de estofado y pan aún tibio, llenando el ambiente con la calidez de la primera comida del día. Sarada, con la destreza de quien entiende el peso de su responsabilidad, entregaba en cada mano callosa cinco monedas de oro. Sus dedos rozaban los de los aldeanos, un contacto fugaz pero lleno de significado. No era solo un gesto de benevolencia, sino un reconocimiento, una prueba de que su pueblo no estaba olvidado.
Los murmullos pronto se transformaron en palabras temblorosas de gratitud.
—Que la emperatriz Sarada sea bendecida —murmuró una anciana, sus ojos brillando con lágrimas de esperanza.
—Gracias, su majestad. Que los dioses la protejan —susurró un joven padre, sus hijos aferrados a su túnica con dedos pequeños y expectantes.
—La mejor emperatriz que hemos tenido —aseguró una mujer, su voz llena de emoción.
Cada elogio se repetía como una plegaria compartida, un coro de reconocimiento que ascendía con el viento fresco de la mañana. Sarada escuchaba, su sonrisa apenas perceptible, no por vanidad, sino por la certeza de que, al menos por hoy, había cumplido con su deber.
Cuando la fila comenzó a menguar, Sarada se levantó con la gracilidad de quien carga una responsabilidad pesada pero ineludible. Sus ojos recorrieron los rostros curtidos por la vida, observando la mezcla de alivio y admiración en cada mirada. Entonces, su voz se alzó, suave pero firme, como el eco de una promesa inquebrantable:
—No me agradezcan. Es mi deber como emperatriz asegurar el bienestar de mi pueblo. Mi deber es ayudar a quienes lo necesitan.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier gratitud. La luz del sol ascendía poco a poco, bañando las calles con su claridad mientras los primeros sonidos del día llenaban el aire. Sin más palabras, Sarada giró sobre sus pasos, su silueta desvaneciéndose entre el bullicio matutino, dejando tras de sí una plaza impregnada de gratitud, un reinado construido no sobre discursos, sino sobre acciones.
***
Los pasillos del palacio se teñían con la luz dorada del atardecer, proyectando sombras alargadas sobre los muros de piedra y los tapices bordados con hilos de plata. Sarada avanzaba con paso seguro, su vestido ondeando con cada movimiento mientras ChouChou caminaba a su lado, su presencia tan firme como reconfortante.
—Los he extrañado tanto —murmuró Sarada, dejando escapar un suspiro que llevaba consigo el peso de días de ausencia.
ChouChou le lanzó una mirada comprensiva, su tono ligero, pero cargado de sinceridad.
—Ellos también te han extrañado, Sarada. Naruto pregunta por ti cada noche, y Mikoto está emocionada por enseñarte su nueva canción. Shisui… bueno, él intenta no demostrarlo, pero es obvio que ha estado esperando verte.
Sarada sonrió ante las palabras de su amiga. En medio de las tensiones del palacio, el amor de sus hijos era su refugio.
Al llegar a la entrada de sus aposentos, los guardianes apostados a cada lado se enderezaron con precisión. Sin pronunciar palabra, abrieron las puertas con un movimiento sincronizado y realizaron una reverencia profunda, mostrando el respeto debido a la Emperatriz. Sarada asintió levemente y cruzó el umbral.
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𝑬𝒎𝒑𝒆𝒓𝒂𝒕𝒓𝒊𝒛 𝑼𝒄𝒉𝒊𝒉𝒂 • |Borusara|
ФанфикшнLady Sarada Uchiha, una joven hermosa e inteligente de carácter fuerte, era la única hija del Duque Sasuke Uchiha. Fue comprometida con el rebelde príncipe heredero Boruto Uzumaki. Esta unión estaba destinada a fortalecer el vínculo entre las dos fa...
