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El sol caía a plomo sobre las polvorientas calles del pueblo, el aire denso y caliente. Sarada y ChouChou caminaban sin rumbo, sus pasos lentos y pesados.  El bullicio del mercado, normalmente vibrante, ahora solo servía para amplificar el silencio que se había instalado entre ellas.  Sarada, con la mirada perdida, parecía ajena al entorno, sumida en sus pensamientos.  El peso de sus decisiones la aplastaba.  No podía regresar al palacio, la humillación era demasiado grande.  Ir al Ducado tampoco era una opción; sus padres la encontrarían, y la situación se volvería aún más compleja.  ¿Adónde ir?  ¿Dónde encontrar refugio?  La desesperación la apretaba como un nudo en el estómago.

ChouChou, observando el rostro angustiado de Sarada, caminaba a su lado en silencio, esperando el momento oportuno para hablar.  Sabía que Sarada necesitaba procesar sus emociones.

De pronto, Sarada se detuvo, su cuerpo tembloroso.  Las lágrimas, contenidas hasta ese momento, comenzaron a brotar, convirtiéndose en un llanto desconsolado.  Se dejó caer sobre una piedra, las lágrimas corriendo por sus mejillas, empapando el polvo de la calle.

—Su Majestad… —sollozó ChouChou, su voz llena de preocupación—.  ¿Qué ocurre?

—Lo siento, ChouChou —sollozó Sarada, su voz entrecortada por el llanto—.  Lo siento tanto.  Te he metido en esto…  debería haber pensado mejor las cosas…  debería…  no sé qué hacer…

ChouChou se arrodilló a su lado, colocando una mano reconfortante sobre su hombro.

—Su Majestad, por favor, no se disculpe —dijo ChouChou, su voz suave y firme—.  Esto no es su culpa.  Yo elegí venir con usted.  Y no me arrepiento.  Juntas encontraremos un lugar donde quedarnos. 

Las palabras de ChouChou, llenas de apoyo y comprensión, calmaron un poco el torbellino emocional de Sarada.  El llanto disminuyó gradualmente, dejando paso a un cansancio profundo.  ChouChou la abrazó con ternura, ofreciéndole un consuelo silencioso pero poderoso. 

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El sol de la tarde proyectaba largas sombras a través de los delicados biombos de los aposentos de Hinata. Sentada ante un pequeño bastidor, bordaba con paciencia un intrincado diseño de flores de cerezo, sus dedos ágiles y precisos. La tranquilidad del ambiente se quebró con la brusca apertura de la puerta. Hiashi Hyuga, su padre, entró con paso firme, su rostro inexpresivo pero con una tensión palpable en sus hombros.

—Hinata —dijo Hiashi, su voz grave y autoritaria resonando en la habitación—. Necesito hablar contigo.

Hinata dejó caer el bastidor, sus dedos aún aferrándose a la aguja. Se levantó con una reverencia, su mirada fija en los ojos de su padre.

—Padre —respondió Hinata con suavidad—. ¿Sucede algo?

—Boruto —dijo Hiashi, sin rodeos—. Su ausencia en las reuniones del consejo privado es inaceptable. Es irresponsable, descuidado…  Como Emperador, su presencia es fundamental.

—Hablaré con él, padre —dijo Hinata con calma, intentando apaciguar la evidente molestia de su padre—. Le haré entender la importancia de sus deberes.

—No se trata solo de Boruto, Hinata —dijo Hiashi, su voz endureciéndose—. Tu nuera, Sarada Uchiha, también ha estado ausente de la corte.  Ambos, jóvenes con la responsabilidad del Imperio sobre sus hombros, mostrando una falta de responsabilidad alarmante.  Es inaceptable. Es una falta de respeto a la corte, a sus obligaciones, a mí.

Hinata sintió un escalofrío recorrer su espalda. La reprimenda de su padre era severa, y la mención de Sarada añadía una capa más de preocupación.

𝑬𝒎𝒑𝒆𝒓𝒂𝒕𝒓𝒊𝒛 𝑼𝒄𝒉𝒊𝒉𝒂 • |Borusara|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora