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La tarde se deslizaba entre los árboles, pintando el bosque con tonos rojizos y anaranjados.  El sol, bajo en el horizonte, proyectaba largas sombras que danzaban entre los troncos. Un hombre, envuelto en una oscura capucha que ocultaba su rostro, se movía sigilosamente entre los árboles.  Sus pasos eran suaves, casi inaudibles sobre la alfombra de hojas secas. El aire fresco de la tarde llevaba consigo el aroma húmedo de la tierra y la madera en descomposición. Kawaki, a lomos de su caballo, lo observó desde la distancia. La luz crepuscular acentuaba las sombras, haciendo que el hombre pareciera aún más misterioso y sospechoso.

Algo en la postura encorvada del hombre, en la forma en que se movía con una cautela excesiva, le provocó una punzada de desconfianza.  El hombre no parecía pertenecer a ese lugar.  Sus ropas oscuras y desgastadas se confundían con las sombras de la tarde.  Kawaki sintió una opresión en el pecho, una sensación de peligro inminente, amplificada por la atmósfera crepuscular. Sin dudarlo, se bajó del caballo, atándolo a un robusto roble cercano.  El latido de su corazón resonaba en sus oídos mientras se acercaba al hombre, moviéndose con la agilidad y la sigilosidad que solo un shinobi podía poseer.  La luz menguante hacía más difícil seguirlo, pero Kawaki se concentró, sus sentidos alerta.

Kawaki lo siguió durante un buen rato, la penumbra cada vez más profunda.  El hombre no parecía darse cuenta de que era seguido.  Finalmente, el hombre llegó a una casa, una estructura de piedra gris y desgastada, cubierta de musgo y líquenes.  Las ventanas estaban rotas, dejando escapar la oscuridad del interior, y la puerta, medio podrida, colgaba precariamente de sus goznes.  Era una casa olvidada, descuidada, que parecía haber sucumbido a la inexorable marcha del tiempo.  La luz del atardecer se reflejaba en las piedras húmedas, creando un ambiente sombrío y misterioso.

El hombre entró en la casa, desapareciendo en la penumbra del interior. Kawaki se acercó con cautela, ocultándose detrás de un imponente tronco de árbol.  Observó la casa con atención, analizando cada detalle.  La sensación de peligro se intensificó.  Una imagen, la de Sarada, se materializó en su mente.  ¿Estaría ella allí?  La posibilidad lo llenó de una mezcla de esperanza y temor.  Kawaki se preparó para actuar, decidido a descubrir la verdad, sin importar el riesgo.  Se deslizó sigilosamente hacia la casa, buscando un lugar donde poder observar sin ser visto, su corazón latiendo con fuerza en su pecho. 

***

El silencio de la pequeña casa era opresivo.  La única luz provenía de una vela solitaria que luchaba contra la oscuridad, proyectando sombras alargadas y deformes sobre las paredes encaladas.  Tuerto, sentado en una silla de madera toscamente tallada, esperaba.  Sus ojos, uno real, otro de cristal opaco, reflejaban la tenue luz de la vela, brillando con una inquietud contenida.

Un hombre encapuchado, alto y delgado como un espectro, entró sin hacer ruido.  La capucha ocultaba su rostro por completo, pero su voz, grave y ronca como el raspar de piedras, resonó en el silencio de la habitación.

—Tuerto, el señor exige que la mujer desaparezca antes del amanecer.

Tuerto asintió, un movimiento casi imperceptible.

El hombre encapuchado colocó un pequeño saco de cuero sobre la mesa de madera.  El tintineo de las monedas de oro dentro era un sonido metálico y frío, una promesa y una amenaza al mismo tiempo.

—Esto es todo —dijo el hombre, su voz carente de emoción—. No habrá más. Si fallas, la recompensa será tu propia vida.  Hizo una pausa, y Tuerto sintió el peso de su mirada, aunque no podía verla—. Recuerda, no puedes dejar rastros.

Tuerto se levantó, su mano rozando la cicatriz que cruzaba su palma, un mapa de sus muchos trabajos.

—No se preocupe —respondió Tuerto, su voz baja y áspera—. No dejaré evidencia. Se hacer bien mi trabajo.

𝑬𝒎𝒑𝒆𝒓𝒂𝒕𝒓𝒊𝒛 𝑼𝒄𝒉𝒊𝒉𝒂 • |Borusara|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora