Capítulo 6

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La ceremonia terminó mucho tiempo después para mi gusto. Una vez más comprobaba que era capaz de no exteriorizar mis emociones… de no salir corriendo o mostrarme afectada con esos asquerosos recuerdos abriéndose paso en mi mente. Era fuerte. El Teniente estaría orgulloso.

No había pasado mucho tiempo desde que mi padre me tachara de puta y dejara una cicatriz en mi pierna derecha; a lo mucho cuatro o cinco meses. Y si estuve con Dylan tan precitadamente fue para demostrarme a mí misma que tenía, por más mínimo que fuera, un poco de control sobre mí  y mi cuerpo, que podía decidir a quién dárselo y disfrutar de algo en lo que no lo había hecho antes.

Yo era fuerte, el teniente Sherwood me había enseñado a serlo y no dejaría que un par de hombres y malas experiencias plantaran un miedo o trauma en mí, o ya en su defecto, reconocerlo, porque mentía al decir que esas experiencias no me habían afectado. No, eso jamás. Nunca le daría ese placer o poder a nadie. Preferiría morir antes  que decirle a alguien.

Dylan fue para mí el primero. El primero en cortejarme y en tener mi cuerpo bajo mi voluntad. El era el único.

Desde aquel episodio mi padre había advertido a todo aquel militar que entrara en casa sobre mí; los quería lejos. Y a pesar de odiar el hecho de que dejara en evidencia mi vida agradecí que hiciera eso. Ya no quería pasar por algo parecido, lo quisuera aceptar o no, no lo soportaría.

Cuando escuché los vítores me levanté y fui a los aseos. La ira, indignación y odio que sentía burbujeaban en mi pecho y estómago. Tenía náuseas al recordar, evocar. Mi cuerpo quería vomitar, más no llorar. Yo no hacia eso, no lo tenía permitido. Era mi propia regla personal.

Mojé mi rostro y controlé mis emociones. No le daría el gusto a ese mentiroso de verme afectada. Me habían hecho cosas peores y seguía ahí, de pie. Podría lidiar con él y su engaño.

Al salir me dirigí a una mesa larga, llena de bocadillos y bebidas. La gente felicitaba a la feliz pareja y buscaba sus nombres en los asientos; un grupo de personas tocaban música suave, clásica. Niños corrían de aquí para allá gritando, jugando. Meseros iban y venían atendiendo los caprichos de los invitados. Y militares, muchos para gusto, presumían a sus parejas, sus trajes o medallas.

Visualicé a la rubia acompañante de mi hermano y fui directo con ella.

— ¿Y George? —pregunté.

—Está saludando a sus compañeros —dijo y me miró. Tenía bonitos ojos azules—. Me ordenó que nos sentáramos y esperáramos.

Enarqué una ceja ante la palabra «ordenó» pero no pregunté nada. Conocía a George. Y justo en ese momento aquella orden me venía como anillo al dedo. Así que ambas nos sentamos sin dedicarnos otra palabra o mirada.

George y mi padre aparecieron poco después para ocupar su lugar en la mesa antes de que nos sirvieran el bufete. Comimos en silencio y mi padre no preguntó ni cuestionó nada acerca de la rubia sentada a mi derecha. Ella era nada para él.

Desde mi lugar podía ver la mesa principal y a sus comensales: Jaime Bloom, su ahora esposa y sus dos hijos. Daniel, el verdadero, ya había llegado. Él era más alto y delgado. Tenía el cabello rubio oscuro, casi castaño. No se parecía mucho a Dylan.

La fiesta estaba terminando un par de horas tortuosas después. Las familias ya escaseaban, igual que las mujeres y sólo veía a un puñado de hombres con trajes y uniformes tambaleándose de un lado a otro, borrachos.

La acompañante de George estaba, como la mayor parte del día, revisando su celular y riéndose sola a mi lado. Había bailado con George un par de veces, dejándome sola, porque mi padre, al parecer, también había conseguido una acompañante: una mujer de unos treinta años, de cabello negro intenso. No me la presentó y se sentó con ella al otro lado de la pista de baile improvisada, sin perderme de vista.

Al Límite [En Edición]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora