Prefacio

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Durante los últimos meses me di cuenta de lo diferente que era; o más bien, de lo diferente que fue mi crianza durante los últimos años. Al principio había aceptado tan fácil la vida que llevaba, porque sentía, lo merecía… como un castigo divino, una penitencia terrenal. Y cuando me di cuenta de lo irregular y despiadado que era el trato que recibía era tarde; ya no podía salir. No cuando mis propias cadenas deberían ser mi salvavidas.

Escuchar los gritos, regaños y exigencias de mi padre se volvió algo cotidiano; normal, al igual que soportar el carácter explosivo de mi hermano y sus insultos hacia mi persona. Cuidar de ellos, atenderlos y satisfacer sus necesidades básicas; cerrar la boca y evitar opinar sobre los asuntos importantes. Morderme la lengua y bajar la mirada cuando algo me ofendía. Y más, mucho más, pero ahora quiero eso de regreso.

Quiero las peleas y discusiones, los gritos e insultos, las malas palabras y malos hábitos. Incluso los golpes y maltratos. Quiero —por mas jodido que suene— regresar a eso. Porque por lo menos eso significaba que tenía a alguien, aunque fuera para odiar, pero tenía a alguien. Cosa que ya no tengo.

Los últimos meses fueron un sube y baja, una maldita ruleta rusa con mis emociones y sentimientos. Pero ahora toda aquella tormenta ha terminado, dejando lugar a una calma agobiante, atemorizadora llena de soledad y vacío que me ha dado mucho que pensar, que temer… porque me acabo de dar cuenta de algo, algo horrible pero real e inevitable.

De una verdad cruel y universal, una de la que la mayoría de las personas huyen y evitan pensar, analizar, pero eso no la desparece y en cualquier momento aparece en tu mente, jugando con ella.

Al final de tus días estará ahí, carcomiendo tu cerebro y alma, porque esta verdad crea miedo, pánico; sientes tu estómago revolverse, tu vista nublarse, tu cabeza dar mil vueltas e incluso tu alma tiene náuseas y se siente sola. Tus propósitos, sueños, metas y demás dejan de importar, no existe un sentido, te cansas de vivir, de intentarlo. Los golpes de la vida son tan duros, directos e impredecibles que te tiran, te hacen llorar, sangrar, gritar...

Y la verdad es esta: moriremos. Seremos olvidados. Solos y sin recuerdos nacemos y nos iremos igual.

No importa a cuanta gente conozcas, con cuantos hayas reído o hablado. No importa si tienes hermanos, amigos, padres;  no importa que seas rico o pobre, si donaste un riñón, si robaste o mataste, si regalaste tus cosas o ayudaste a los pobres; no importa si estudiaste una carrera o no, si trabajaste ocho o veinte horas diarias salvando vidas o empaquetando comida, no importa si amaste con locura u odiaste a muerte, nada importa. Al final estas solo.

Morimos individualmente; pasaremos lo que sea que haya más allá solos, ¿lo recordaremos? ¿Tendremos conciencia si quiera? ¿Podremos analizar esta vida o simplemente desapareceremos? ¿Nos extinguiremos y ya? ¿Seremos olvidados por todos? ¿Y todo lo que pasamos, lo que vivimos... lo que sufrimos, desaparecerá? ¿Así, sin más?

Aun así ¿qué es la existencia? ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué tenemos que aprender si nada es conciso, todo es relevante, dependiente de las circunstancias, valores y ética propia?

¿Cuál es el motivo de vivir? ¿Del existir?

Yo no lo sé, y mucho menos ahora que esta verdad me ha golpeado en estos momentos de soledad y caos.

Claro que me había hecho estas preguntas varias veces cuando era niña y siempre terminaba llorando al pensar que nunca volvería a ver a mamá, a papá, que nunca oiría su voz y que inevitablemente me acostumbraría a su ausencia, pero era una posibilidad remota... lejana. Hasta ahora.

Ahora que no sé qué haré. A dónde ir.

En quién apoyarme o cómo continuar cuando todo panorama a futuro es aterrador y lleno de culpa; donde arrastraré con toda la mierda que se formó a mí alrededor incluso antes de que yo hubiera nacido.

Al Límite [En Edición]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora