Capítulo 4

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Fue un desayuno terrible; la invitada de George tenía una voz tan chillona e irritante que nada más oírla quise callarla o irme.

— ¡Huele delicioso Georgi! —exclamó mientras abrazaba a mi hermano por la espalda e internamente reí e hice una mueca ante el diminutivo. Si mi padre lo oyera...

—No me digas así —soltó George deshaciéndose del abrazo de la rubia—. Es la última vez que te lo digo— advirtió y una vez más me pregunté cómo carajo le hacía George para ligar.

¿Quién en su sano juicio se acercaría a él? Lo acepto, era guapo, pero tenía un cuerpo enorme (estaba noventa y cinco por ciento segura que eran esteroides) que amenazaba con romper cualquier cosa. Y ese rostro duro, sin emociones... no creaba ni un ápice de confianza. No recordaba ni una sola vez que hubiera sonreído por diversión. Sus sonrisas (o intentos de) eran llenas de burla, desdén o superioridad.

—Deja de mirarnos y sírvenos —espetó sentándose.

La chica lo imitó sin mirarme.

Me mordí la lengua para no decir nada, ¿acaso ella no podía hacerlo? ¿No era su deber darle, mínimo de comer, después de follar con él toda la noche? Suspiré,  acción que me ayudaba a recabar paciencia y les serví. Después me senté y comencé a comer yo también. No pensaba irme, si querían privacidad estaba el cuarto de él.

Por ese motivo no me agradaba que George estuviera en casa: cada vez metía a una amante diferente y ni siquiera tenía la delicadeza de presentarlas. Yo no conocía el nombre de ninguna de las chicas que habían pasado por esa casa, y eran bastantes.

Siempre creí que ni él mismo se sabía los nombres de sus acompañantes de cama. No era algo por lo que George Sherwood se preocupara. De hecho no creía que él se preocupara por algo.

Sentí algo en mi rostro y abrí mi boca indignada. George había escupido, literalmente, en mi cara.

— ¡Carajo! ¡A esto le falta sal! —exclamó y aventó el plato que se estrelló y mandó fragmentos de vidrio y comida por la cocina.

La chica se sobresaltó pero no levantó la mirada de su plato.

Cobarde.

Me levanté temblando de humillación y limpié mi cara llena de huevo con una servilleta. Apreté tanto mis dientes que mi mandíbula dolió.

—Ahora preparo otros —dije tragándome todas las palabras que quería decirle. El día que me había golpeado por última vez y mandado al hospital había sido porque la carne estaba dura. George tenía un carácter muy explosivo. Y agresivo.

La chica, con la mirada baja, se llevó un bocado de comida a la boca, su mano estaba temblando.

— ¡Deja eso! —bramó George y también aventó el plato. Estaba jodida si mi padre se enteraba de que se habían roto, y conociendo a George, me culparía a mí.

Me tragué la bilis y comencé a cocinar de nuevo. Porque agregarle sal después de servir era impensable, ¡pecado! ¡Delito! Una infamia.

— ¡Apúrate! —me exigía el maldito de mi hermano cada treinta segundos amenazando con romper mi paciencia.

Suspiré tratando de controlarme y recordé las reglas de resistencia y autocontrol, la última impuesta por mí misma para sobrevivir en esa casa.

Después de servirle de nuevo comencé a limpiar la mesa y el piso. Cuando me disponía a sentarme de nuevo George se levantó, jaló a su acompañante del brazo (demasiado fuerte y rudo) y me dijo:

—Apresúrate a arreglarte, nos vamos en una hora, allá estará papá —y se fue.

Me recargué en la encimera y suspiré. No tenía tiempo para desayunar. El compromiso era en Monterrey, California. Nosotros estábamos en San Francisco y eran, fácil, tres horas de viaje en auto hasta ahí.

Al Límite [En Edición]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora