43. Aniversario.

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SAM

La luz intensa que fue a dar en mi cara, provenía de la ventana gigante que contemplaban mis somnolientos ojos. Un líquido viscoso escurrió por mi mejilla. Saliva. Iugh.

Pasé mi mirada por cada rincón del lugar. Fotos colgadas en las paredes; recuerdos que me permitieron identificar con rapidez en dónde estaba. La casa de Tina. Me llamó la atención el hecho de que, hace un par de años, en un parque nuevo para ese tiempo, ella y yo nos conocimos y en ese instante una luz apuntó a nuestros rostros. Sí, alguien nos había tomado una foto y, por supuesto, esa foto aún conservaba su espacio en la pared. Para ese entonces, tuve que aceptar, Tina era natural y muy, pero muy cariñosa.

Ella nunca salía de su casa, de no ser para visitarme, o para ayudarle a su padre en la pastelería que, por supuesto, adquirió mucho éxito. Ambos estábamos tan enamorados, que, si bien recuerdo, una vez, ella y yo nos íbamos a escapar. Su madre y su padre habían tenido unos problemas, que Tina ya no soportaba un segundo más en su casa. Le propuse escaparnos, pues en mi casa sucedía lo mismo, y ella, con todo el gusto, aceptó. El plan no se llevó a cabo. Mi hermana Annie, apenas con tres años, quiso ir a visitar a mis abuelos, por lo que mis padres me llevaron a pasar unos días con ellos. Cuando volví, ya nada era igual; ella había cambiado y estaba irreconocible. Sufrí demasiado con el cambio en ella, que mis notas en el instituto empezaron a ser la más clara prueba de mi nostalgia.

Al año siguiente, mi madre resolvió cambiarme de instituto para mejorar mi rendimiento, aunque ella no quisiera, pero todo fue en vano. Cambiamos de casa, pero no de ciudad, y eso poco la tranquilizaba, mucho menos al saber que en aquel instituto vería siempre a Tina. No llegué temprano allí, por lo que tuve que adelantar algunas cosas, y por suerte tenía algunos amigos en ese lugar.  Un día tranquilo y muy feliz; así describo el primer día. Fue un golpe de suerte encontrar a Marie. A mi Marie.

Me levanté del suelo y me apoyé en el sofá. Supuse que había dormido allí, pero que de seguro me había caído. Mi cabeza daba vueltas y no entendía por qué no estaba en mi casa y lo peor, por qué no tenía camisa.

— Hasta que por fin te levantas. — Su voz me hizo estremecer. — ¿Cómo amaneciste, Sam?

Dudé en responder. Estaba tan asombrado de mí mismo, que ni me di cuenta que mantenía el ceño fruncido. Ella lo notó y se echó a reír.

— Tranquilo. — tomó asiento, observando mi torso. — Sólo estás aquí, porque tú mismo me lo pediste.

— ¿Qué?

— Sí. Estabas bien ebrio. — su risa insinuante mantenía cierto descaro. — Tanto que me confundiste con ella...

— ¿Quién?

— Ella, Marie. — dijo con desgana.

Me alarmé. No tuvo que haber pasado nada. Aunque, a decir verdad, no recordaba con exactitud qué había pasado en la discoteca... O en su casa.

— Debo ir por Annie. — Busqué con la mirada mi camisa.

— ¿Tan rápido? — chasqueó su lengua.

— No me quedaré. — ladeé mi cabeza negando y rechazando su estúpida idea. — ¿Dónde está mi camisa?

— No lo sé. — rió.

— En serio, ¿dónde está?

Un sonido, exactamente el pito de un auto, se escuchó desde la calle.

— Está en mi habitación. — Elevó su ceja. — Cierra la puerta cuando salgas. — Se levantó y caminó hacia la salida.

— Espera. — dije y ella entonces se detuvo. — ¿Por qué mi camisa está en tu habitación?

Simplemente me gustas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora