47. Cena.

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Los pasillos del instituto estaban solitarios, parecidos a los de una morgue. Ni una sola alma era vista por aquellos infinitos caminos, excepto yo, que transitaba lentamente, contemplando las líneas de las baldosas, y contándolas una por una.

Cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco, cincuenta y seis...

Un brazo robusto apretó mi cintura y me jaló hasta el lugar del conserje. Rápidamente abrí mi boca para gritar lo más fuerte posible, pero una mano fría cubrió mi boca. Quedé pegada contra la pared, con la luz apagada y con una mano desconocida en mis labios.

Estaba realmente asustada.

— Soy Sam.

Suspiré, aliviada, aunque un poco furiosa. Él apartó su mano rápidamente y encendió la luz. Una sonrisa resaltaba en su rostro.

— ¡Idiota! Me has pegado un susto. — Agarré mi pecho y él a penas rió.

— Lo siento, pero debía hacerlo.

Mordió su labio inferior y eso hizo que mi cuerpo se estremeciera. La luz titilante daba un toque de terror al momento.

— ¿Por qué? ¿Por qué debías hacerlo? — pregunté.

Mi corazón aún se sentía galopante en mi pecho.

— Dime, ¿de qué otra forma más puedo hablarte aparte de casi secuestrarte?— enarcó una ceja y sonrió. Rodé los ojos.

— Estás enfermo.

Él sonrió como un psicópata.

— ¿Por qué me besaste? — crucé los brazos.

— Que yo sepa, aún no lo he hecho. — Una sonrisa pícara se apoderó de su rostro.

— ¡No hablo de ahora!— exclamé. — ¡Anoche, Sam! ¡Me besaste! —señalé mis labios.

— Aún no lo entiendo.

— ¿Qué? ¿No entiendes qué? — tiré a un lado mi mano.

— No te entiendo.

Mi corazón sintió una punzada. Ya se me hacía familiar la frase, y pronunciada por la misma persona.

— Sí, suelo ser algo como una incógnita inentendible. — amortigüé el impacto.

— Una incógnita que sólo yo debo resolver.

— ¿Celos aún? Supéralo, ya no somos nada. — ladeé mi mano.

— Sí, claro. Como si yo no supiera que te mueres por estar conmigo y sí, estoy celosísimo.

— Excelente, el primer paso es la aceptación. — miré mis uñas.

— ¿Cuál es el segundo? ¿Besarte? Por mí está bien.

Rodé los ojos con un intento de fastidio, pero en realidad, me gustó.

— Está bien, lo siento, ya. No debí besarte. — miró el suelo. — ¡Pero no!

Gemí, rendida, y echando mi cabeza para atrás hasta toparme con la pared.

— ¡Ese bastardo estaba en tu casa! — gruñó.

— ¿Bastardo? Bastardo tú, que creíste que besándome en sus narices... — mordí mi uña.

— ¿Qué?

— Nada y déjame en paz, Sam. Ya es suficiente.

— Tú eres mi vida.

Di media vuelta, dispuesta a salir corriendo y esconderme en un lugar lejos de él, pero su mano me agarró desprevenida.

— No pienso perder esta oportunidad. — En cuanto dijo eso, mi piel se puso de gallina por completo.

Simplemente me gustas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora