22. Al rescate

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Llegamos al puerto que se distingue con un característico olor a mar. El ambiente es muy vivo, con el sonido de fondo de las gaviotas que sobrevuelan la zona. Atravesamos la ciudad portuaria en dirección a los embarcaderos. Al llegar a una plaza de cara al mar encontramos a un trovador cantando. En sus manos lleva un bonito bandoneón y su trova me llama la atención:

"Acérquense a este viejo trovador. Por dos monedas o una hogaza de pan, cuento historias de lugares remotos.

Sígueme ven, sígueme ven.

Esqueletos voladores

que estallan en mil trocitos

pelearon los amigos

demostrando sus valores.

Y en esta redondilla

que a los héroes yo dedico.

Los huesudos en añicos

cúbito rodilla y tibia"

—¡Increíble! —pienso. Aunque a estas alturas no sé de qué me extraño.

—Nosotros nos iremos en aquel barco —me indica el hombre que nos acompaña parándose frente a mí y señalando hacia uno de los barcos que hay amarrados en el embarcadero.

—Fíjate en ese otro enorme de allí, el del fondo. Ese barco se dirige en la misma dirección a la que vas tú. Puedes preguntarle al capitán si te puede llevar, estoy segura de que aceptará hacerlo —comenta la mujer morena.

—Muchas gracias por todo —digo con tono emocionado. Es el momento de la despedida. A pesar del poco tiempo que llevo con esta gente, los siento como importantes. No puedo evitar emocionarme.

Después de haber pasado todo este tiempo con Aila noto que algo me ha cambiado por dentro. Le doy un beso en la mejilla al chico que tengo delante de mí. Sé que antes de haber conocido a Aila no me habría atrevido a hacer algo así, pero la energía de mi anfitriona es muy contagiosa y me hace comportarme de manera más alegre, más natural y espontánea. En cualquier caso, me ha salido así darle las gracias, seguro que le parece bien, pues me devuelve una sonrisa. Me acerco a cada uno de los demás de esta extraña comitiva de simpáticos saltarines y abrazo a cada uno de ellos. No hacerlo me parece descortés y en realidad es lo que me apetece.

—Esperamos verte por el pueblo alguna vez —dice el enano.

—Por supuesto que lo haré —contesto con total convicción. Quiero demostrarles que cumpliré mi palabra y a la vez intento no ablandarme demasiado. A veces soy de llanto fácil.

Así, tras mi breve despedida, me dirijo hacia el barco señalado. Es realmente enorme. Tiene tres mástiles con dos velas gigantescas en cada uno, luego tiene otra vela triangular montada en una botavara en el último de los mástiles, el más cercano a popa. En ésta hay un enorme ventanal que debe ser el camarote del capitán. El barco está amarrado en el puerto y varias rampas desplegadas dan acceso al barco. Sobre ellas hay un montón de personas con trajín de cajas, cargándolas y descargándolas.

—¿Dónde puedo encontrar al capitán? —pregunto a uno de los atareados estibadores.

—Está arriba —contesta sin pararse con un gesto de la cabeza en dirección al barco. Debe tener mucha prisa.

Subo por la rampa hacia el barco. Es tan larga que a medio camino puedo notar cómo se dobla bajo mi peso. El barco es muy alto y el embarcadero muy bajo, por lo que las rampas además de largas están muy inclinadas. Una vez en la borda miro a los laterales y busco el timón, pues deduzco que junto a él estará el capitán.

Sandwich de dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora