35. Oscuridad

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Subimos una montaña a través de un sendero de pendiente muy pronunciada. Debemos estar como a cuatrocientos o quinientos metros sobre el nivel del mar. Hace un poco de frío aquí arriba.

— Vayamos por ahí —dice el caballero mientras señala una gruta que se adentra en la montaña. La abertura es inmensa, debe tener como quince metros de alto. Como todas las cuevas, la entrada se ve oscura.

— Por aquí el camino será más rápido.

—¿Cómo lo sabes? Me habías dicho que nunca habías estado en esta zona.

—Lo estoy mirando en el mapa. Mira, fíjate. —Mi colega me enseña el mapa que le dio el mago. Me asomo al mapa al mismo tiempo que me lo coloca delante para que me fije. Una vez estoy sobre él, señala con un dedo—. Mira... Esta línea discontinua da a la salida al otro extremo de la montaña, justo a donde llegaríamos si seguimos por el camino que llevamos ahora. El caso es que el terreno se está escarpando demasiado. ¿Te fijas? No podemos escalar sin los útiles adecuados. Además, es bastante más largo y no me apetece mucho andar.

— Oye... —hago una pausa larga, esperando hacer énfasis y que el caballero reconsidere su idea—. Ahí pone "Cueva del Maxitauro"...

— Sí. Es verdad —contesta con naturalidad.

El caballero se encamina hacia la cueva como si estuviera dando un paseo, se le ve relajado. Pues nada, no ha funcionado. Apuro el paso y me pongo a su lado.

—¿Quién o qué es el Maxitauro? —pregunto.

— El Maxitauro es como un toro enorme que camina a dos patas y está cuadradísimo. ¿Tú has conocido al Minotauro?

— En persona no tengo el gusto, pero algo oí hablar de él.

—Perfecto. Pues imagínate al Minotauro pero en grande.

¿Cómo que en grande? ¿Quiere decir que el Minotauro es más pequeño que este? ¡Vaya panorama!

— ¿Tú lo has visto alguna vez? —pregunto.

— No. Tengo entendido que tiene un carácter muy parecido al de Churrispi, solo que mucho más grande. Es muy iracundo.

— Ahá.

A estas alturas de la conversación, nos hemos introducido tanto en la cueva que ya no se puede ver desde aquí la entrada, no entra luz del exterior. De una manera que no entiendo, se sigue pudiendo ver en el interior de la cueva. Viene luz indirecta desde alguna zona, o quizás las rocas reflejen la luz. No entiendo cómo, pero seguimos viendo aunque la luz ha bajado mucho de intensidad, suficiente para ver por donde andamos, pero insuficiente como para apreciar apenas detalles del entorno. En cualquier recoveco podría haber algo escondido. Por suerte, tal cual me ha dicho mi amigo, el Maxitauro debe de verse con facilidad aún con esta oscuridad. Para mi tranquilidad.

En el interior de la cueva el aire está muy frío. Las manos me duelen un poco debido a la bajada de temperatura por lo que contraigo los dedos de vez en cuando para mantenerlas operativas. El silencio de ahora es pasmoso y las oquedades amplifican nuestros sonidos mucho, retumbando y provocando un poco de eco. A pesar de que apenas hacemos ruido se nos debe oír perfectamente mientras nos desplazarmos.

El acceso por la cueva discurre por caminos tortuosos aunque el suelo es bastante uniforme así que andamos con facilidad. Me da la impresión de que estos caminos no han sido muy transitados en mucho tiempo.

— Parece que Maxitauro no recibe muchas visitas, ¿verdad?

— No tiene pinta —se ríe el caballero—. Seguro que es mal anfitrión. Estoy convencido que si te ve venir no te pone un té con pastitas.

— ¡Me encantan las pastitas! —protesto.

— ¡Oh sí!, ¿verdad? —comenta entusiasmado.

— Sí, son geniales. ¿Sabes las que odio? Las que tienen una masa roja encima. ¡Es asqueroso!

Llegamos a una zona donde se abre una galería desde la que parten muchos caminos. Mirando hacia cada uno de ellos, veo que se bifurcan en otros más. La montaña en esta zona es recorrida por diversos pasillos que parece que se cortan entre sí. Tomamos una de las galerías que baja con mucha inclinación hacia la profundidad de la montaña. El eco se hace más intenso todavía.

— ¿Te refieres a la frambuesa?

— No sé lo que es, es como una mermelada asquerosa.

— ¡Pero qué dices! Si están buenísimas. Para mí son las mejores.

— ¡Puag! ¿Hablas en serio? —Tiene que estar bromeando.

— De verdad, a mí me encantan.

El camino en descenso desemboca en otro horizontal. Había de nuevo varias bifurcaciones y decidimos tomar uno que mantiene la dirección en la que estábamos avanzando, más lúgubre y oscuro. Más frío. Además huelen bastante mal.

— No sabes lo que dices. Las mejores son las de chocolate —continúo.

— ¿Sabes lo que es asqueroso de verdad?

— ¿El qué?

— Los bizcochos con pasas.

— ¡No! ¿En serio? —contesto con entusiasmo—. ¡Yo también los odio!

— ¿Sabes qué es lo peor? Cuando le das un mordisco pensando que son pepitas de chocolate y te encuentras con las pasas.

— ¡Agh! ¡Me ha pasado alguna vez! —exclamo al recordar una de esas en las que me sentó fatal y me llevé una enorme decepción.

— ¿A quién demonios le gustan las pasas?

— No tengo ni idea. Seguro que al Maxitauro este —afirmo. El caballero se ríe. El eco que provoca la risa es tremendo.

— Seguro que sí. ¿A que no te atreves a tirarle del rabo?

— ¡No! —replico—. ¡No empieces! Vamos a intentar evitarlo, ¿vale?

— Sí. No te preocupes. —Se vuelve a reír. ¿Qué quiere decir esta risa? El caso es que yo también me río y el eco se multiplica en la cueva.

El pasillo alto se agota y llegamos a otro que nos obligará a caminar agachados. El caballero se dobla y se introduce en él y yo le sigo.

— No puedes hacer un bizcocho que parezca que tiene pepitas de chocolate yque sean pasas —continúa el caballero.

Sandwich de dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora