21. Habilidad guerrera

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—Los esqueletos tienen muy mala percepción del movimiento. Si nos movemos deprisa todo el tiempo, no vendrán a nosotros. No podemos pararnos en absoluto. Si en algún momento alguien se queda quieto, lo localizarán enseguida —me cuenta la mujer morenita.

—No te preocupes, hemos ido más veces por ese camino y hay una forma segura de conseguirlo. Tenemos esto —dice el enano dándome un... ¿qué? ¿Pero qué...? ¡Es un pogo!

—Este medio es ideal porque con él estaremos todo el tiempo en movimiento. Además, es más rápido que ir andando. ¡Y más divertido!—comenta el Yeti.

El enano reparte más pogos entre todos. El modelo parece más sofisticado que el que usé la última vez. El manillar es ergonómico y está muy bien acolchado. Da gustito agarrarlo.

—¡Vamos! —dice el hombre.

Nos montamos en los pogos y empezamos a rebotar. El mío corre mucho más que el anterior, debe de ser turbo. Enseguida dejamos el pueblo atrás y pronto los árboles ya no cubren el cielo, están muy dispersos en el terreno. Nos desplazamos a través de un valle cuyo terreno tiene unas pequeñas elevaciones suaves y está cubierto en su mayor parte por hierba baja salpicada por rocas y algún que otro tronco tirado por el suelo.

¡Poing, poing, poing! Rebotamos a gran velocidad.

—¡Estamos ya en territorio de esqueletos! —advierte la morenita que salta a mi lado con una divertida sonrisa en la cara—. ¡Mira!

Ya empiezo a ver esqueletos a nuestro alrededor. No hay demasiados, pero no me hace ninguna gracia pulular entre ellos. En general, parece que andan de un lado para otro, como si no se percatasen de nuestra presencia. Parece que la estrategia funciona. A veces, alguno de ellos mira hacia nosotros y se queda muy quieto, como si estuviese intentando entender qué está pasando, como si le pareciese haber visto algo y lo hubiese perdido de vista.

La ruta que marca nuestro recorrido sigue algo que se parece a un camino la mayor parte del tiempo. A veces nos desviamos hacia una zona más escarpada para poder evitar a los esqueletos que se cruzan en nuestra trayectoria y que cambiamos para no pasar demasiado cerca de los huesudos. Los pogos nos facilitan dar saltos muy altos y fuertes. En cada rebote subo alrededor de cinco metros. Me da algo de vértigo y por eso me he quedado en última posición. Como me cuesta un poco controlarlo, mis saltarines amigos van por delante.

El terreno empieza a ser cada vez más inclinado cuesta abajo. Esto provoca que aumentemos mucho la velocidad. Nuestros rebotes son cada vez más largos y me cuesta mucho aterrizar recto, voy en tensión todo el tiempo. La distancia de los saltos y la pendiente del terreno hacen que no consiga controlar este chisme y que tampoco pueda reducir la velocidad, así que cada vez corro más y más. Pronto daré alcance al resto de saltimbanquis. ¡No puedo frenarlo! Espero que no me multen por exceso de velocidad.

Asumo que tengo que controlar la situación. Recupero la calma e intento disminuir la tensión que tengo en todo el cuerpo. Así, poco a poco, empiezo a gobernar el pogo con más autocontrol mientras voy esquivando esqueletos para no jugar a los bolos con ellos.

De repente, mi cacharro se queda clavado en el suelo. El frenazo de inercia me hace saltar por los aires hacia adelante. Inconscientemente me suelto de él para frenar con las manos la caída. Voy a aterrizar de frente aunque me da tiempo a ponerlas para evitar el impacto de boca, pero como mi velocidad es tan alta se me doblan los brazos. Consigo apartar la cara y la meto hacia dentro, provocando así que mi cuerpo de una voltereta de medio lado digna de medalla en los Juegos Olímpicos. De momento va bien la pirueta porque he evitado el impacto que se me avecinaba pero ha sido tan grácil que apenas me resta velocidad, por lo que al completar el giro, doy otra vuelta mucho menos estilosa que la anterior. Aquí es donde pierdo la cuenta de las siguientes volteretas.

Sandwich de dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora