Un 10 de mayo Mariana usó sus ahorros para comprarle a mi madre unas flores pequeñas de color blanco que se llaman ramas de nube y son económicas porque se utilizan para rellenar los ramos. También compró una tarjeta donde estaban una mamá y una hija. Sería su regalo para el día de las madres.
Entusiasmada, corrió a darle el regalo a mamá cuando llegó a casa. Mi madre, con gesto adusto, le dijo con un tono de voz muy parco: "Las flores se secan". Acto seguido las llevó al bote de la basura. "Y los papeles no sirven", siguió mi madre, haciendo pedacitos la tarjeta, que arrojó al mismo lugar donde las flores comenzaban a"dormirse", entre cáscaras de plátano, pieles de manzana y latas de leche.
Mariana, que había estado juntando sus pesos con tanto cariño y tanto esfuerzo, cambió su carita de felicidad por tristeza. No pudo decir nada; sólo corrieron lágrimas por sus mejillas. Es mi mamá, pero la neta, ¡qué cabrona! El dolor de Mariana debió haber sido tan fuerte como el de un apéndice a punto de reventar. ¡N'hombreeee! ¡Peor!Esas cosas no se olvidan. El dolor físico se acaba un día. Como sea. Pero el emocional... ¡Está cabrón!
Mi madre dio la vuelta y fue el fin del tema; esperaba haberle dado una gran lección a mi hermana. No se inmutó ante el dolor que le había causado.
Según mi madre, no podía con las dos niñas, así que dejó a Mariana en una casa para que hiciera los mandados. Tenía ocho años. A cambio tendría techo y comida. Mi padre había muerto y mi madre tenía que volver a empezar. Hizo las maletas y, cuando mi hermana llegó de la escuela, tomó nuestras cosas y le dijo que se quedaría en casa de la señora Carmela. También le dijo que nosotras iríamos a un mandado y regresaríamos por ella después.
Mariana intuyó algo, pero no tenía remedio; ni siquiera podía oponerse. Nos vio irnos con su carita llena de lágrimas; ahí se quedó parada con su manita agarrando la mesa del comedor... Tenía que sostenerse de algo para no caer. La tierra se abría ante sus pies. Un miedo infinito le recorrió todo el cuerpo; una vez más, las palabras se le quedaron atoradas en el pecho. Siguió llorando. Y siguió. Y siguió. Y siguió. Cuando se le cansaron las piernas, se sentó en el suelo ¡y volvió a llorar! Sentía alivio de que se le saliera tanto dolor.
Llegó la señora Carmelita y le dijo que no llorara, que iba a estar bien, que se fueran a su casa. Mariana le dijo que no, que su mamá había ido a un mandado y que iba a regresar; que iba a hacer el quehacer para que cuando regresara encontrara todo limpio. Carmelita, con mucha pena, le dijo que se fueran a su casa, que allá iban a cenar, que ya había comprado pan y que tenía natas. Le dejaron un recado en la puerta a mi madre, a insistencia de Mariana: "Mamita, estoy en la casa de la señora Carmelita, fui a cenar pan con café".
Mi madre ya no regresó. La dejó cuatro largos años. Carmelita era una señora como de sesenta años; tenía un marido con embolia, que no podía levantarse de la cama para nada, así que Mariana se fue haciendo responsable de darle de comer. Lo acomodaban con muchas cobijas dobladas para sentarlo en la cama y así le daba cucharada tras cucharada la comida, siempre sin sal y sin grasa.
El marido tenía más años que Carmelita y eran pocas las cosas que podía mover, como la boca, los ojos, un poco las manos, la cabeza y creo que nada más. Estaba encantado de contar con la presencia de Mariana, aunque daba miedo el viejito, porque tenía los ojos grandes, grisáceos, siempre viscosos y saltones. A veces su boca no contenía todo lo que cabía en la cuchara, y la comida salía por las comisuras, por lo que Mariana debía tener siempre un paño para limpiarlo; era un poco asqueroso, al principio. Mariana tenía que hacer uso de las puntas de sus pies para alcanzarlo; su pequeño cuerpo se recargaba en el cuerpo del señor para acercarse. A manera de broma, el viejito se recargaba de más del lado contrario de Mariana, para que su cuerpo se pegara más al de él. Mariana fue creciendo y ganando más estatura;llegó el momento en que podía sentarse frente a él, pero de lado, para darle la comida directamente.El viejito mañoso subía una y otra vez el vestido de Mariana; apenas alcanzaba la bastilla, aunque él se hacía ilusiones de que veía más delo que debía. Mariana ni siquiera se molestaba. Le daba un pequeño manazo y el viejito se zurraba de risa. Otras ocasiones Mariana metía su vestido muy apretado entre las piernas, y con sus escasas fuerzas el señor no lograba levantar la prenda ni un milímetro. Entonces era Mariana la que se moría de risa.
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Yo zorra, tú niña bien
Teen FictionLa suerte de la zorra, la niña bien la desea yo zorra, tu niña bien es una seductora novela sobre la rivalidad entre dos medias hermanas, Mariana y Renata, quienes fuero educadas de maneras diferentes por su madre. La mayor Mariana, al ser víctima d...