Aún tenía quince años cuando conocí a Jorge, un estudiante de la carrera de arquitectura, vecino de la colonia donde yo vivía. Alto, guapo, atlético. Tenía un Mustang. Me gustaba mucho, pero siempre adoptó el papel de padre, como que siempre quería enseñarme. Me trató como si fuera su alumna, nunca como una chica que le gustaba. Las citas generalmente eran en su casa, donde vivía con su padre y con una hermana más o menos de mi edad. Me pedía que le ayudara con sus tareas. Yo me aburría haciendo cosas que no tenían sentido para mí. Su filosofía de la vida era conservarse sano para que, cuando se casara y tuviera hijos, éstos fueran profesionales deportivos. Pensaba que si llevaba una vida recta, sus hijos serían iguales. Para mí eso era demasiado; si ni siquiera sabía qué iba a ser de mi vida, mucho menos iba a programarme para los hijos que tuviera.
Cuando él hablaba lo decía muy serio, sobre todo muy convencido de que ésa sería su realidad, su vida. Era algo muy plano, muy sin sentido. Para ello planeaba no embarazar a nadie hasta que eligiera a la mujer con la se casaría. Al oír eso siempre me rebotaba en la cabeza: "¿Qué hago aquí?" Un día me llevó a una colonia en la que su padre rentaba unos cuartos; fuimos a cobrar las rentas. Uno de los cuartos no estaba ocupado, donde él tenía una cama y no me acuerdo qué más. Entramos a ese cuarto, se acostó y me dijo:
—¿Sabes cómo acariciar a un hombre?
Me quedé parada, estática, muda. Al fin, le pregunté:
—Los besos son caricias, ¿no?
Soltó una gran carcajada.
—Ven, siéntate aquí, a mi lado —dijo.
Empezó a besarme la mejilla, luego se bajó al cuello; pero no sentí rico. De alguna manera no era parte de mí. Sus besos eran fríos, como muy mecánicos. Un besito en la boca, luego en la orejita, luego bajarse a la espaldita, hubiera sido más excitante. En cambio, mientras besaba mi mejilla y mi cuello, con besos encimados —sus labios sobre mi cuello, pero secos, sin ninguna intención—, fue desabrochando mi blusa. Me la quitó. Yo sólo me dejé llevar. No me agarró las bubis, ni me dio un beso en la boca. Cuando vio mi brasier, me dijo:
—Cuando remiendes tu brasier, hazlo con hilo del mismo color para que, si un hombre ve tu ropa íntima, no piense que eres una fodonga. Tu sostén puede ser viejo, pero haz que se vea limpio y decente.
"¡Ah, chinga!", pensé. Ahora resulta que coser los sostenes con hilo de otro color es una indecencia. ¿Indecencia no es cometer acto sin morales? Nunca en mi vida habría relacionado un puto hilo de coser con un acto inmoral. Si no le gusto a este cabrón, ¿qué chingados hace conmigo? Después de la lección de los hilos del brasier, y así como que en frío, porque eso enfría a cualquiera, ¿no?, pues no había hecho nada que me calentara los ánimos o me levantara el espíritu —es más, ni una agarradita de bubis, ni besitos cachondos, nada— se desabrochó el pantalón y sacó su miembro. Me le quedé viendo.
No supe qué hacer. Él estaba acostado, con la cabeza y el cuello recargados en una almohada, y yo sentada, sin blusa, con mi brasier beige, cosido con hilo negro. Y me enseñó su... Nunca había visto uno, ni siquiera había imaginado que eso tienen los hombres debajo de los pantalones. En medio de una mata de pelos gruesos y negros, se erguía un pedazo de carne como del tamaño de un pepino...
—¿Nunca habías visto uno?
—No —contesté, turbada.
—Ven, tócalo.
—¡Ah!
Estaba muy sorprendida, pero no sentí nada. Nada. Era grande y estaba duro; para mi gusto se veía muy feo. En mi vida había visto o pensado en un pene. Realmente son feos. Puse mi mano encima, como si fuera una mesa, algo plano. Sólo coloqué la mano así, estática. Sentí un poquito de miedo y asco, pero traté de disimular lo mejor que pude. Parecía que esa cosa tenía vida propia y que de un momento a otro me iba a brincar.
—Mira, se toca así —dijo.
Agarró mi mano y la puso sobre su miembro; luego hizo que lo moviera hacia adelante y hacia atrás. Él miraba cuidadosamente mi cara, mis gestos. Yo trataba de no reírme, porque él actuaba muy serio. Era una clase de anatomía. Literalmente. Lo hice, pero yo seguía sin sentir nada. ¿Se supone que tenía que sentir algo? ¿Cómoi ba a sentir algo que no fuera asco al agarrarle eso?
—Bésalo —ordenó.
Me le quedé viendo al miembro; sentí que me embargaba la angustia. Tragué saliva, no sabía cómo negarme. Esa cosa larga, morena, con la punta un poco roja, me miraba fijamente con su ojo de cíclope, por el que salía una pequeña gota transparente, como si el pobre tuviera una lágrima. ¡Gulp! Seguramente, si me decían que esa cosa era un extraterrestre, lo hubiera creído. Me decía a mí misma que mientras más rápido lo hiciera, más rápido nos iríamos. Él me estaba haciendo el favor de enseñarme. Y actuaba como maestro. Dejé de pensarlo y de un momento a otro puse los labios en medio de su miembro; lo besé como besas la mano del sacerdote cuando vas a misa.
—¡Mua!
—¡Así no! —dijo—. Abre la boca—ordenó, tomando su miembro.
La abrí. Y lo metió en mi boca. Entre la nariz y mis labios tenía una mata de pelos negros y en mi barbilla podía sentir un par de bolas. ¡Guácala! Recordé la gotita, la lágrima que estaba saliendo de su ojo de cíclope, adentro de mi boca. No sabía qué hacer con eso adentro. Lo único bueno de todo fue que no me ordenó que lo tragara. Así que yo seguía con el hocico abierto, su miembro adentro y las bolas afuera.
—Chúpalo —ordenó.
Seguí sintiendo un asco enorme. El tiempo se me hacía eterno; quería que se acabara la lección rapidito. Saqué su miembro de mi boca y dije:
—¿Cómo?
—Dale unas chupadas, como si fuera una paleta de hielo —dijo con un poco de fastidio, pero sin perder la seriedad.
—¿Así? —pregunté.
Di varios lengüetazos a su miembro, pero al parecer tampoco era así. Tomó mi mano para que sujetara su miembro y lo metió a mi boca; con la otra mano agarró mi nuca y me dijo que no me moviera. Metió y sacó varias veces su miembro. Cuando dejé de aguantar la respiración, sentí cómo su pene llegaba a mis anginas y me zafé. Quise vomitar, pues aquella cosa me había tocado la faringe y no había sido nada grato. Se me llenaron de agüita los ojos. Sentí requete feo, por eso le dirigí una mirada de asco. Ya no podía seguir fingiendo. Fastidiado, agarró su miembro y lo guardó. Mientras, con mi antebrazo yo trataba de limpiarme la boca, la lengua y las lágrimas que asomaron a mis ojos.
—Aunque ahora te parezca asqueroso, alguna vez te va a gustar y lo vas a disfrutar. Y lo más importante es que cuando aprendas a hacerlo vas a hacer feliz a un hombre. Esto, cuando lo sabes hacer, es delicioso.
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Yo zorra, tú niña bien
Teen FictionLa suerte de la zorra, la niña bien la desea yo zorra, tu niña bien es una seductora novela sobre la rivalidad entre dos medias hermanas, Mariana y Renata, quienes fuero educadas de maneras diferentes por su madre. La mayor Mariana, al ser víctima d...