Capitulo 15 3/3

622 20 0
                                    

Mariana la sienta en un sillón reclinable, le enciende la televisión; mi madre sólo la ve por momentos; a veces mira una película donde hay un incendio y mi madre piensa que está sucediendo en la vida real. Se asusta y trata de platicarle a quien puede que hubo un incendio, que se quemó un edificio completo y que explotaron los autos. Si hay alguien de la familia cerca, no la entiende. Emite sílabas que no llegan a convertirse en palabras; trata de hablar acerca de la cantidad de personas que salían corriendo para salvarse; no sabe en qué colonia sucedió, pero sabe que fue horrible. Otras ocasiones apenas se recuesta y se queda dormida, hasta que un calambre en sus piernas la hace despertar y grita: "Ay, ay, ay, me duele, me duele". Mira a su alrededor: sólo la televisión encendida le hace compañía.

Ellas nunca se abrazan; nunca se han besado. Son madre e hija, pero más parecen un par de enemigas, una se ensaña con la otra. Una abusó de la otra, ahora la otra abusa de la una.

Mi madre no se deja bañar por nadie; su pudor es inmenso. Grita, llora como si la estuviéramos martirizando cuando queremos ayudarla a tallarse. Ya no puede bañarse sola, se deja rincones sin asear, es necesario ayudarla. Entre dejarla sucia y apestosa a bañarla a pesar de sus gritos, no sabemos qué hacer. Mariana utiliza una estrategia. A gritos le dice que vaya a bañarse; mi madre prepara su toalla, un calzón, un brasier, un fondo y un vestido. Después de media hora ya está lista para bañarse. Mariana se mete con ella; mi madre empieza a gritarle que la deje sola, que se vaya. Mariana, como si sacara una espada, se quita la pañoleta de la cabeza, dejando expuesta su calvicie; acto seguido se quita la blusa y el vendaje: una cicatriz como de veinte centímetros atraviesa el lado izquierdo de su pecho. La cortada está unida por puntos aún rojos, carne fresca; hay manchas oscuras donde hacen la quimioterapia.

Mi madre no alcanza a comprender; mira a Mariana sin mirarla. Mariana le agarra la cara y le dice: "Mírame"; toma su mano y le dice: "Tócame", poniendo su mano en su propia cabeza. Mi madre trata de afinar la vista del único ojo que le sirve. Cuando lo hace, emite un "¡Ah!"

Mira primero su cabeza, la siente; no entiende por qué Mariana ya no tiene pelo. Luego Mariana le lleva la cara a la altura del pecho, y también le pone su mano encima de la cicatriz. Mi madre emite otro "¡Ah!" de admiración. ¡Mariana está cortada! Es una cicatriz gigante. No entiende.

—Si no te dejas bañar, te van a cortar así —dice Mariana mientras agarra su inexistente pecho.

Mi madre no entendió por qué cortaron a Mariana, pero era algo feo. Así que ya no dijo nada, dejó que Mariana metiera la mano por todos los rincones de su cuerpo para asearla. Esa vez no lloró.

Me hubiera gustado verla enamorada y feliz. Porque entonces su vida y sus sueños se hubieran llenado de una luz brillante y no de mi sombra. No hubo un equilibrio entre nuestros destinos. Le tocó estar parada siempre en la impotencia y no sé si algún día quiso o intentó saltar ese puente. ¿Cuántas veces se permitió sentir ese deseo, esa humedad que te palpita en el sexo? ¿Cuántas veces se permitió besar, morder, acariciar, rasguñar una piel ajena, un cuerpo masculino? ¿Arrastrar la lengua por una hermosa piel que se derrite a tu contacto? ¿Dejar que un puñado de mariposas revolotee por tu estómago cuando sabes que ese alguien te espera? ¿Cuántas y cuántas de cuántas dejó ensordecer sus pensamientos para dejarse penetrar una y otra vez, hasta que un estallido te acerca al infinito? ¿Habrá experimentado un orgasmo en su vida? ojalá que sí. Nunca iluminó su vida el andar de nadie; tal vez creyó que no lo merecía.

Mariana es muy recatada. Estoy absolutamente segura de que ni una sola vez se dio un revolcón por puro gusto, ni con su marido ni muchísimo menos con alguien más.

Se quedó con la idea de que la mujer debe resguardar su cuerpo, respetarlo, darse a respetar y sólo sucumbir si existe un compromiso escrito de por medio. Pero nunca porque su cuerpo requiriera un sexo-servicio. ¡Jamás!

Yo no sólo tuve más de todo; disfruté de mi cuerpo y permití que otros también lo disfrutaran. Me fui a mi casa con una enorme sonrisa por sentirme plena y bien cogida. Sin pensar en ninguna retahíla moralina: "¿Qué pensará de mí?" Me valía un reverendo cacahuate si me volvían a llamar o no. Era mi momento y lo disfrutaba. Como un animal que come y, una vez satisfecho, se relame el hocico y se va. Había una sensación de travesura cuando me llamaban nuevamente y se morían por verme.

Lo hacía cuando se me daba la regalada gana, sin importarme lo que sentían y mucho menos, pero muchísimo menos, lo que pensaran los demás. Fueron muy pocas veces las que me quedé esperando junto al teléfono una llamada; aprendí que es más fácil salir a distraerse con cualquier cosa. ¿El amor? El amor es otra cosa.

Los más tontos e imbéciles pensaron que me usaban; nunca se dieron cuenta de que yo los usé más a ellos. Porque lo hice con conocimiento de causa; ellos fueron elegidos por mí. No existe ninguno que recuerde que no haya sido previamente analizado, deseado o motivado por mí. Abrí las piernas cuando quise, no cuando me lo pidieron.

Nos enviaron a esta tierra con diferentes tareas y con diferentes herramientas; de eso, ¿quién tiene la culpa? Contestar de mi lado es sencillo; de tu lado, no lo sé.

Mi novio, Octavio Azhur, el productor que me acompañó durante una parte de mi vida, en algunas ocasiones ponía a mi disposición su avión cuando tenía alguna gira. Acababa de filmar una película que para mí fue difícil porque no estuve muy de acuerdo con el elenco. Ya tenía el contrato firmado, así que hice de tripas corazón y trabajamos a marchas forzadas durante cuatro meses. Estaba harta; ya no podía conciliar el sueño, aquello se convirtió en un verdadero infierno. Parecía que nadie podía entender que cada vez que decido trabajar en un proyecto está mi carrera y mi prestigio de por medio. Estaba harta de aguantar al pendejo del director, enculadísimo con una jovencita a la que le toleraba todo. Llegaba tarde al plató, no le gustaba el vestuario, podía que le hicieran más tomas porque no se sentía segura, bla, bla, bla.

Nadie estuvo más feliz que yo cuando terminamos de filmar. Moría por ir a la playa, así que Octavio me prestó su avión por tres días. Iban conmigo Guille Hernández, amiga del alma; Arturo Zepeda, mi asistente, el piloto y el copiloto...

Continuara...

Yo zorra, tú niña bienWhere stories live. Discover now