Capitulo 4 2/4

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La primera vez que el padre Andrés le enseñó una revista pornográfica, a Fernando se le salieron los ojos y las orejotas se le pusieron negras. El padre sonrió. 

—Fernandito, esto es lo más natural del mundo. Esto es sexo — dijo. 

Fernando apenas movía la cabeza. No pudo emitir palabra. 

—Fernando, eres mi mejor discípulo, siempre te he enseñado más a ti que a nadie. ¿Cierto? 

—Sí —respondió Fernando. 

—Entonces, tú y yo, a partir de ahora, tenemos un secreto. Nadie debe saber que hablamos de sexo; nadie, ni tus padres, y mucho menos tus tías. Porque papá Diosito te va a castigar. Y tú no quieres ir al infierno... ¿verdad? 

—No, padre. 

Cuando Fernando llegó a su casa, sentía duro el pirrín. No podía olvidar lo que había visto. Todo era un torbellino tan caliente como el sol. 

Así las cosas, el padre Andrés le enseñaba una revista y otra y otra. Después le decía con tono travieso: 

—¿Vamos a ver revistas? 

—Sí —respondía Fernando, cada vez con más confianza. 

El padre Andrés tenía intenciones serias con Fernando; lo estuvo preparando durante meses. Le decía que había dos tipos de mujeres: las putas, a las que les gusta el sexo, y las santas, "como tu madre y tus tías". 

—Cuando seas grande —afirmaba —, para casarte vas a tener que buscar a una mujer virgen, que no haya tenido sexo con nadie; con ella podrás tener sexo, pero no como en las revistas. Yo te voy a enseñar cómo. Y con las putas podrás hacer todo lo que tú quieras... 

"Lo que yo quiera", pensaba Fernando. 

Fernando no quería faltar a ningún servicio. Las tías estaban entusiasmadas porque su niño querido estaba sintiendo el llamado del Señor. Habían pasado los meses suficientes preparando a Fernando, así que el padre Andrés se dispuso a enseñarle cuáles eras las cosas que podía hacer con las putas. 

Le dijo al niño que cerrara los ojos, lo acostó en su cama y poco a poco le quitó la ropa. Fernando trató de cubrir sus partes, con vergüenza. Amorosamente, el padre le dijo:  

—No te preocupes, recuerda que esto es normal. 

Lo puso boca abajo, hizo que metiera su cara en la almohada y lo penetró sin más. No hubo un beso, ni un precalentamiento; el padre Andrés tenía prisa por meter su miembro. Hacía mucho tiempo que no tenía la oportunidad de hacerlo, así que debía aprovecharla... Además, Fernandito le había costado más que cualquier otro niño, porque estaba demasiado consentido, demasiado cuidado. El padre Andrés estaba deseoso de sentir placer; no sabía si era por lo difícil de la situación con la familia de Fernando, o sólo porque estaba muy caliente. Cuando lo hizo, sintió el estrecho conducto por el que se adentraba su pene; no pudo resistir mucho tiempo esa presión sanguínea, así que después de unos segundos el estallido del placer llegó. Se quedó quieto, inmóvil, hasta que volvió en sí. Había presionado la cabeza de Fernando contra la almohada para ahogar sus gritos. Una vez concluida la penetración se recostó junto a él y empezó a acariciar su cabeza. Fernando tenía lágrimas en la cara. El padre Andrés le dijo que no llorara, que ese dolor sólo se sentía la primera vez; que el placer llegaría después. Cuando el niño se calmó, le dijo: 

—Esto es lo que le puedes hacer a una puta. Nunca a la que vaya a ser tu esposa. Jamás, porque eso es pecado. 

Para Fernando, aun en medio de su dolor, el hecho de que el padre Andrés estuviera junto a él, consolándolo, era no sólo gratificante, sino que lo hacía congratularse por ser digno de su atención. El padre le dijo que le había dado hambre, así que levantó la carpeta que adornaba una canasta de la cual sacó un riquísimo pastel de natas; se lo puso frente a la cara y le dijo que comieran, así, sin cubiertos ni platos. Los dos estaban desnudos, sentados en la pequeña cama del sacerdote, degustando el delicioso pastel. 

El padre llevó a Fernando a su casa. El muchacho no dijo nada. Los calzones que manchó porque le sangró el ano los escondió en la mochila y los tiró en un bote de basura de la escuela, cuidando que nadie lo viera. Había cierto orgullo en este aprendizaje, porque sólo él sabía cómo se trataba a una puta. Esa noche, a pesar de haberse tragado casi todo el pastel de natas con el padre, Fernando no pudo negarse a cenar en su casa, con sus padres y sus tías. 

Por su parte, el padre Andrés durmió acariciando su miembro; hacía tanto tiempo que deseaba penetrar a ese muchachito. Lo mejor estaba por venir: tenía muchas cosas que enseñarle. Se quedó dormido con una sonrisa; imaginaba la boca del niño recibiendo su miembro golosamente, como si fuera un suculento postre. En adelante las cosas sólo mejorarían... 

Cuando llegó a la iglesia el domingo siguiente, Fernando se llevó una gran sorpresa: el padre Andrés ya no estaría nunca, pues había sido transferido a otro estado. "Fue a guiar a otras almas del Señor por el sendero del bien", fueron las palabras del padre Gonzalo. El niño se quedó atónito; bajó la cabeza con tristeza. No sabía qué iba a suceder ahora; no podría volver a ver revistas pornográficas y tampoco habría nadie que le enseñara cosas que son normales para los adultos. 

Ese día, el niño acólito cometió varios errores en la misa. Estaba distraído, desangelado. Para él, ya nada sería igual. No sin el padre Andrés. 

Con el nuevo padre todo era diferente. Él ya no era especial, sino como cualquiera de sus compañeros. Así que habló con las tías y les dijo que ya no quería ser monaguillo. Parecía que las mujeres hubieran enterrado a alguien; hicieron oración para que el niño recapacitara, pero no hubo poder humano que lo persuadiera. Hasta ahí, muy a su pesar, llegaron los deseos de tener un sacerdote en la familia. 

Fue a una edad muy temprana cuando Fernando se hizo adicto a la pornografía y a la comida. Alguna vez, cuando aún era adolescente, una de sus tías encontró una revista con mujeres desnudas debajo del colchón de la cama del niño. Se armó la de san Quintín. 

Como todas las semanas, el padre Gonzalo fue a comer, y a la hora del café, con mucha vergüenza, con llanto, con golpes de pecho, las tías le comunicaron la pecaminosa falta de Fernandito. Pensaban que era mejor decirlo ahora, cuando aún podían doblegar el espíritu del muchacho, que estaba con un pie en el infierno. Al padre Gonzalo casi se le atoró el pedazo de galleta de almendras que tenía en la boca; fingió un tosido. Por dentro se zurraba de la risa, por la beatitud de las tías. Para tranquilizarlas les dijo que no se preocuparan, que él se encargaría de platicar con el muchacho. Las tías estaban muy angustiadas, sobre todo porque seguramente el diablo hacía de las suyas con la pobre alma de Fernando. Imaginaban al demonio azotando a su pobre niño, llenando sus oídos de baba verde, con palabras que significaban cosas sucias, clavadas en el corazón de esa criatura inocente... ¡Padre nuestro , ten misericordia de nosotras! ¡Apiádate, Señor, de estas almas que no hacen otra cosa que adorarte! ¡Cristo bendito, óyenos! 

El padre Gonzalo habló con Fernando: 

—Querido Fernando, me platicaron tus tías que encontraron una revista con mujeres desnudas debajo de tu colchón. Obviamente están muy preocupadas por tu perversión y piensan que, de continuar por este camino, Dios te va a condenar y vas a ir a parar al infierno. 

—Padre Gonzalo, no encontraron una revista como tal... 

Fernando, preocupado, sintió cómo el sudor bajaba desde su nuca hasta su cuello. Y como era de color serio (es decir prieto) se puso morado, en lugar de rojo. 

—¿No? ¿Entonces qué fue lo que encontraron? —preguntó el padre Gonzalo. 

—Son sólo dos páginas que conforman el póster de una actriz... 

—¿Desnuda? —inquirió el padre, con cierto tono morboso. 

—No, padre... bueno... está en bikini —precisó Fernando. 

Continuara...

Yo zorra, tú niña bienWhere stories live. Discover now