Capitulo 5 1/2

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 Yo era responsable de recoger toda la ropa que dejabas para ir a trabajar. Te ponías los vestidos y los botabas en la cama; casi siempre eran más de tres, todos los días. De acuerdo con el vestido era la bolsa, así que debía acomodar todas tus cosas en la bolsa correspondiente.

Al llegar a casa, siempre revisabas lo que yo había limpiado. Parecías institutriz, con cara de gendarme mal pagado. Pasabas el dedo índice por los muebles para verificar que hubiera sacudido bien. Revisabas los trastes y los pisos. Y si encontrabas polvo o si algo estaba sucio, me llevabas delante de mi madre para acusarme. Mi mamá se enojaba si despostillaba algún traste; peor si era de cerámica, porque eso significaba que no hacía las cosas con cuidado o que las hacía al aventón. Dependiendo del estado de ánimo de mi madre, me tocaba una zurra, una regañiza o un jalón de orejas. Me hacía como a los perros: cuando se hacen pipí, les metes la nariz en su orina y les dices que eso no se hace al tiempo que les das con un periódico en el trasero. A mí me ponía delante del plato testereado y al mismo tiempo me pellizcaba la oreja con dos dedos; a veces me sangraba. Fungías más como celadora que como hermana.

Una temporada estuve tomando una moneda o dos de tu alcancía todos los días, para comprar pepino o jícama al señor que pasaba por la calle en las tardes. Era un verdadero deleite comerse las frutas con chile y limón. Pero te diste cuenta de que la alcancía estaba más vacía, en lugar de más llena. Me acusaste; estabas indignada, furiosa. Tenías quince años.

Mi madre me dio una regañiza horrible, con un largo discurso acerca de la honradez. La cereza del pastel: debía pedirte perdón y besarte los pies, en señal de arrepentimiento. ¡Guácala!

Me pareció inmundo y asqueroso. Lloré, berreé. Pensar en besarte las patas sucias y apestosas, guácala y más guácala. Fue muy desagradable. Lo hice muy rápido, porque además no tenía alternativa. Me limpié la boca con el suéter; relamía mi boca y otra vez volvía a limpiarla, no podía creerlo. Esa noche lloré, lloré y lloré por semejante ignominia. Tú te dejaste besar los pies; estabas contenta con ese castigo.

A pesar de todo, quería estar junto a ti. Cargaba tu odio, que llegó a no pesarme, es decir, me acostumbré a ser una carga para ti. Me acostumbré a tu frialdad. Creí que así eras y que así debía amarte. Por esta razón, durante muchos años no lo objeté.

Hasta ahora caigo en la cuenta de que Mariana tuvo todas las celebraciones sociales rigurosas. Mi madre se las pagó: quince años, graduación y boda.

 Yo, en cambio, ni quince años ni graduación, y menos boda. Los quince no me acuerdo dónde fueron; bueno, la misa fue en la iglesia de Coyoacán, la del centro, frente a la fuente del coyote. No teníamos muchos recursos, y la Iglesia tenía y tiene tarifas establecidas; no hay descuentos ni por ser pobres ni por ser ricos; tampoco hacen rebajas nocturnas y mucho menos reciben pagos chiquitos, así que seguramente mi madre le empeñó al diablo hasta la camisa con tal de conseguir el dinero para pagar aunque fuera la misa.

Con Diosito uno puede tener arreglos financieros, pero con la Iglesia nomás no. Porque llevan un sistema multinivel. ¿No saben qué es eso? Nosotros pagamos por cualquier servicio (misa de bautizo, quince años, boda, difunto, what ever!), más las limosnas y las donaciones. Se junta todo el dinero y se tiene que reportar a otra iglesia que es la que controla a varias iglesias, y ésa a su vez reporta a otra, así hasta llegar al Vaticano. Y de eso viven los padres.

Con eso viajan, compran autos, camionetas, ropa, joyas... todo. Con las monjas es diferente, porque ellas venden galletas de rompope, rentan los salones con todo y desayuno, bla, bla, bla. Es decir, trabajan para subsistir.

La fiesta de graduación sí la recuerdo. Mi mamá le hizo a Mariana un vestido de fiesta, de satén, entubado, azul pastel; encima tenía encaje blanco. Se veía muy caro. A los zapatos les pusieron las mismas florecitas que tenía su tocado, una pequeña diadema llena de piedritas brillantes. Mariana fue al salón de belleza para que le hicieran su peinado, lleno de laca. Mi mamá se puso un traje de saco y falda color azul eléctrico, blusa blanca, medias y zapatos. Nada era nuevo. A mí tampoco me compraron nada, ni calcetines ni moños; únicamente me dejaron ponerme los zapatos y el suéter de la escuela. No me llevaron a peinar al salón de belleza; mi madre sólo tuvo tiempo de hacerme unas trenzas. Fue en un salón de fiestas. Mi madre y mi hermana nada más pudieron comprar dos boletos; a mí me pasaron de contrabando. Como yo no tenía boleto, no tenía derecho a cenar. Pero yo no sabía, y cuando llegó la comida, aplaudí entusiasta.La comida siempre ha sido una celebración para mí. Me da mucho gusto cuando me sirven. Ignoro a qué se debe la euforia, pero siento bonito cuando en la mesa hay comida. Mi hermana y mi madre cruzaron miradas. Percibí algo, pero estaba feliz. Además, habían bajado las luces del salón, tocaron una marcha y entraron todos los meseros levantando los brazos, con sus charolas y un centro de fuego.Uno tras otro, en fila india, dieron una vuelta por todo el salón. ¡Guau!Como si fuera un show. ¡Sí! La cena ha llegado. ¡Sí!

En cuanto llegó mi turno sirvieron la sopa; estaba muy buena. Luego hubo una pequeñísima ensalada. Lo mejor fue el pollo con crema, que también fue muy poco. De repente vi a mi hermana que revoloteaba en una mesa y en otra; me miraba de un modo extraño, pero yo no sabía por qué; además, mientras estuviera saboreando la comida no podía poner atención a nadie. Las amigas de mi hermana también me veían con un dejo de "pinche escuincla". Cuando hube terminado la gloriosa cena le dije a mi mamá:

—¿Por qué no se sienta mi hermana?

—¡Cállate! No digas nada —ordenó, poniendo un dedo sobre sus labios—. Ssshhh.

—¿No va a cenar? —dije en voz alta, incrédula.

—Sssshhhhh. Cállate, niña —insistió mi madre, ya un poco incómoda.

—Ella me dijo que se moría de hambre. ¿Por qué no se sienta?

Los demás comensales que estaban en la mesa, a los que no conocíamos empezaron a prestar atención.

—Se le fue el hambre. Déjala —dijo mi mamá seria, con intenciones de meterme un pellizco.

—¡Ah! —dije—. Conocía muy bien esas señales, así que dejé en paz lacena de Mariana.

Continuara...

Yo zorra, tú niña bienWhere stories live. Discover now