Capitulo 1 2/2

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Mi padre siempre fue mujeriego, tenía mucha suerte con las mujeres. El clásico macho mexicano que tanto promovieron las películas de Pedro Infante. Guapo, alto, blanco, ojos grandes color miel, cabello negro; yo creo que lo mejor de él era su presencia. Tenía mucho porte, nunca pasaba inadvertido. Mi madre, aún con veintitantos, blanca, delgada, con unos senos frondosos y un par de piernas bien torneadas, atrajo la mirada de mi padre. Mi madre tiene un carácter fuerte, pero ante los encantos de mi padre, se dejó seducir. Mariana ya tenía cinco años.

Había mucha química íntima entre ellos; a mi padre le encantaba el sexo y a mi madre le gustaba él. Ella ya no quería tener un hombre más en su vida; con el padre de Mariana había sido suficiente. Pero con mi padre las cosas eran distintas. Se desbordaban de pasión. Era la llama que encendía un volcán apagado. Mi madre se dejó llevar por él. Ésta era una nueva oportunidad para disfrutar la vida. Mientras él así lo quisiera, vivirían juntos. Le dio todo su ser, su amor, su cuerpo, su alma. Él era el hombre de su vida. No habría jamás nadie en la vida de mi madre. Cuando andaban en la calle los volteaban a ver; mi madre, orgullosa, lo tomaba del brazo. A ella nunca le gustó arreglarse mucho, pero para darle gusto a él se ponía medias, tacones altos y un poco de carmín en los labios. Su cabello era negro, quebrado, y lo dejaba suelto hasta la espalda baja.

Mi padre tenía un carácter festivo; le gustaba mucho bailar, hacer bromas; simulaba todas las expresiones de las personas más peculiares. Siempre andaba de excelente humor. Le gustaba cantar guitarra en mano. Era el alma de las fiestas y las reuniones. Mi madre era seca, fría, seria; no se sentía cómoda con extraños. No ingería alcohol, ni en las fiestas. La gente no entendía cómo, a pesar de ser tan diferentes, podían llevarse tan bien. Eran polos opuestos.

La vida de mi madre cambió positivamente. Al fin su existencia adquiría un matiz diferente. No sólo tenía una pareja, sino que era un hombre guapo y la quería. Sobre todo, estaba dispuesto a hacerse cargo de ella y de Mariana. Nos sacamos la lotería porque nos fuimos a vivir a Villa de Cortés, sí, en Tlalpan, para que mi mamá quedara más cerca de la fábrica de costuras donde trabajaba. Vivíamos en un pequeño departamento; ahora sí teníamos cocina, baño y también regadera.

Pero obviamente ni el juego del "olvido y el desapego", ni ningún poder sobrenatural hicieron que Mariana saliera de escena. Ella seguía ahí. Era parte de la familia. Era alguien que a mi madre le significaba tiempo y atención. La educaba a punta de madrazos, sutilmente acompañados de improperios y groserías mayúsculas. Mi madre tenía un repertorio gigantesco dentro de su boquita. Le pegaba por todo y por nada. Mi padre le decía que no le pegara, que era mejor hablar porque, aunque fuera una niña, entendía. Así que, por consejo de mi padre, no le pegaba tanto, por lo menos cuando él estaba presente. Él le tenía mucho cariño a Mariana; siempre se acercó a ella no como un padre pero sí como un protector. Mariana lo odiaba, no entendía su presencia en la vida de mi madre. No comprendía por qué ella cambiaba tanto su forma de ser cuando estaba con él. Se volvía zalamera, una perita en dulce. La mujer ruda y fría que ella conocía se transformaba en la inofensiva, amorosa y hasta sumisa amante de ese hombre de ojos color miel. Cuando él estaba en casa, mi madre parecía una chicuela, una adolescente feliz; reía por todo. Sus ojos tenían un brillo que iluminaba todo lo que veía.

En las noches había comida para la cena, se hacía la sobremesa, mi padre acomodaba su guitarra en su regazo y se ponía a cantar. A mi padre le daba un poco de risa cuando Mariana se quedaba dormida en la silla. Volteaba a ver a mi madre, señalándole con los ojos cómo se iban cerrando de a poco los ojos de Mariana. "Mira cómo dejo a las mujeres... ¡muertas!", decía, al tiempo que sonreía socarronamente. Mi padre la tomaba entre sus brazos y la acomodaba en la cama. Mariana se hacía la dormida; quería saber qué pasaba en las noches, quería escuchar bien, porque a veces pensaba que aquello no era real. Algo pasaba cuando ella dormía, pero no sabía qué. Generalmente el sueño le ganaba la batalla.

Una noche cualquiera, sin proponérselo, empezó a sentir, a escuchar esas fuertes inhalaciones. La pequeña trató de permanecer inmóvil en la oscuridad. Se oían murmullos. Apenas abrió los ojos para que nadie se diera cuenta de que no dormía; quería ver, quería saber, así que se estiró un poco y se puso de lado, de tal manera que pudiera dirigir sus ojos hacia donde se escuchaban los murmullos. De a poquito empezó a abrir los ojos. No veía nada, sólo seguía los quejidos acompasados, con ritmo; llevaban cierta simetría, aunque a veces se notaban espacios de silencio, y otra vez los quejidos. Y vuelta a empezar. Murmuraban cosas; uno al otro se decían susurros llenos de fuego que incrementaban el calor que sentían por dentro.

Sus ojos empezaron a distinguir a pesar de la oscuridad. La trenza de mamá caía en medio de su espalda, moviéndose cadenciosamente como si fuera una culebra. Sus cuerpos brillaban; no era que les salieran destellos, más bien era como si su piel estuviera cubierta de aceite dorado, porque sobresalía en la oscuridad. Estaban los dos, aunque parecían uno. Cerró los ojos, los apretó muy fuerte para que no se dieran cuenta de su mirada. Nada sucedía. Mariana sintió cómo la invadía una ola de calor. Tuvo miedo, no supo de qué se trataba.

Tal vez era un pecado, de ésos que decía la catequista de la iglesia, o una visión como la pintura que mamá tenía colgada, con el infierno lleno de personas encueradas quemándose. Esto era un secreto. Su secreto.

Jamás diría que los vio en el piso, recostados, desnudos, dándose besos, succionando sus cuerpos, devorando sus deseos. Nunca diría cómo cambiaron los pequeños quejidos por un par de espasmos que los dejaron quietos, cansados. Recostados uno junto al otro, con una sonrisa de plenitud en sus caras. Nunca. Pero ahora lo sabía. Sabía por qué mi madre había cambiado tanto.

Sí, estaba muy claro. Él era el origen de ese cambio; había cambiado a mamá, entonces había que odiarlo. ¡Que se largue de la casa! ¡Que nos deje solas! Él era un extraño, un extraño que le había robado el corazón a mi madre. Y no sólo el corazón; también el cuerpo, todo el cuerpo, y creo que hasta el alma.

Nadie conocía mejor a mamá que ella. Sabía de memoria cada uno de sus gestos, el movimiento de sus ojos; tarde o temprano él tendría que irse. Nadie soportaría como ella los arranques de cólera de mi madre. Nadie sabía lavar los trastes como a ella le gustaba; nadie sabía cómo barrer, ni cómo limpiar la casa, ni cómo estirar la cama.

Así que Mariana se empeñó en hacer las cosas perfectas, como le gustaban a mi madre. Aunque eso era realmente difícil. Podían estar los trastes limpios y guardados, el cuarto barrido, sacudido todo, pero si habías dejado la escoba puesta a la entrada o aventada, eso merecía desde un jalón de orejas hasta tres nalgadas o una dotación de trancazos en la espalda. Aun así, nadie sería capaz de ser mejor que Mariana. Para mi madre, ella era una niña cochina, floja, perezosa. La ternurita de mi padre pensaba que era gracias a él, y a que ya no le pegaban tanto, que Mariana estuviera tan dócil. No podía imaginar que estaba en una competencia. ¡Ja!

Un mes después de que Mariana cumplió ocho años, su verdadera pesadilla comenzó. Llegué a su vida. Sí, la cruz de su calvario había nacido.

Continuara... 

Yo zorra, tú niña bienWhere stories live. Discover now