Capitulo 1 1/2

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La niñez y la adolescencia de mi madre estuvieron llenas de trabajo en el campo, pero ella tenía todo: una familia, techo, comida; no le hacía falta nada. Primero murió su padre, cuando ella tenía trece años; luego, a los dieciocho, murió su madre. Ahí empezaron los problemas. Ella era la mayor, todos sus hermanos tenían que obedecer sus órdenes. Al principio hacía las cosas como si sus padres estuvieran vivos, y por un tiempo todo pareció seguir igual. El primer problema fue cuando conoció a un muchacho dela ciudad de México que llegó a realizar su servicio social; estuvo algún tiempo en el pueblo y mi madre se enamoró de él. Nunca hablaron de casorio ni de ningún compromiso. Mi madre vio en él aun hombre en el que podía apoyarse para sacar adelante a sus hermanos, así que se le hizo fácil dejarlo vivir allí. Pero el muy jijo se metió en problemas en una cantina, se puso muy gallo con un sobrino del gobernador y lo metieron rapidito a la cárcel. La multa impuesta era muy alta; ni siquiera la familia de él pudo sacarlo.

Mi madre, con el temple de la Adelita que lucha por su Juancho, vendió todo para pagar su libertad; pensaba que cuando saliera de la cárcel trabajarían juntos y recuperarían todo lo vendido. Una vez liberado, el muchacho se fue a buscar a la novia de la que estaba enamorado en la ciudad de México y se casó con ella. Nunca le agradeció a mi madre el haberlo sacado de la cárcel. Creo que ni se acordó de su existencia y mucho menos de Mariana, que aún era un feto. Sí, ¡muy puto!

Ella y sus hermanos se quedaron con algunos metros de tierra, y cuando no había de dónde sacar más para comer, cada quien empezó a buscar por donde podía. Unos se fueron de arrimados con otros familiares, y las mujercitas se fueron con los hombres.

Embarazada, mi madre corrió a la ciudad de México, encontró acomodo en el cuarto de servicio de unos departamentos de la colonia Roma y buscó trabajo de costurera en una fábrica de ropa. Cuando se le empezó a notar la panza, dijo que el hijo del dueño de la fábrica la había violado. Obviamente no era cierto; era una mentira que en el momento le pareció la mejor para justificar un embarazo.Después resultó no ser tan buena justificación, porque había hecho quedar muy mal al hijo del dueño.Las compañeras de la fábrica le aconsejaron que fuera a levantar un acta a la delegación. Una cosa era que mi madre quisiera hacerse la víctima de "alguien" que la había violado, y otra muy diferente, acusar a una persona inocente de algo que no había hecho. Así que lo mejor para ella fue renunciar a la fábrica. Mi madre, por miedo, nervios o para mantener la mentira, renunció a la fábrica y nunca volvió.

Parió a Mariana en un centro de salud pública del Distrito Federal. Le dijeron las vecinas que si no tenía Seguro Social, eso era lo más económico; aun así, tuvo que pedir prestado para completar lo del parto. Se daba de topes contra la pared: todo el dinero que había tenido en las manos, lo mal gastó pagando la libertad de alguien que no merecía ni su mirada. ¡Qué poca madre! No había nada qué hacer; ni siquiera podía echarle la culpa a nadie. Ella fue la que no quiso ver que el tipejo no la quería, que fue una cogida sin sentido. Para él, ni siquiera fue una aventura. Le costaba entender cómo chingados fue que lo amó tanto, por qué se encegueció. Cuando nos enamoramos, nos apendejamos. Es como si un tráiler te hubiera golpeado y quedaras en estado de shock. Estamos hambrientas de amor, de sexo, de sutilezas, y cuando llega "X" nos desbocamos y estamos seguras, segurísimas, de que es el indicado. Ellos nos"envían" señales que nos negamos a ver y a entender. Nos gusta pensar que con nuestro amor, el que le prodigamos, será suficiente para los dos, y que con el tiempo lo valorará y nos amará por siempre...¡Ajá!

Se pendejeó mil veces por minuto, por día, por semanas, por meses, por años; todo se derrumbó a su alrededor, no había quién la ayudara. Estaba absolutamente sola. Encontró otro trabajo en una fábrica de costura; apenas le alcanzaba para comer y pagar la renta.

El rumbo de su vida había cambiado; ahora tenía una hija: Mariana. No existía ninguna certeza, ningún punto en el que apoyarse. No quería levantarse de la cama, pero lo hacía convencida de que tenía que ir a trabajar. Ya no pensaba en el mañana, sólo veía que amanecía y se decía a sí misma: "Un día más". Pensaba que lo mejor para ambas era quedarse dormidas y ya no despertar. Si no era lo mejor, sí era lo más sencillo.Se le ocurrieron varias opciones para animarse a dejar esta vida,pero ninguna fue lo suficientemente buena.

Al amanecer la despertaba el dolor del cuerpo; era insoportable.Parecía que un camión la había arrastrado. El llanto de Mariana terminaba por hacerla despertar. La acercaba a su pecho para darle de comer. No quería levantarse, ni bañarse, ni comer. ¿Qué sentido tenía la vida? Parecía que había sido ayer cuando tenía hectáreas de tierra sembradas de café, plátano,maíz; animales para el trabajo: mulas, bueyes, perros, y animales para comer: gallinas, becerros,vacas. ¡Mi reino por un pendejo! En las noches soñaba con el fulano, no podía olvidar sus gestos, su cuerpo;lo recordaba una y otra vez, con asco, con furia, con impotencia. Miles de veces lo imaginó frente a ella, y era ella la que tenía la oportunidad de gritarle todo, de desquitarse por su abrupto abandono. El amanecer llegaba con un nuevo día; ¡carajo!, sólo había sido un sueño. Una vez más, tenía que levantarse, buscar las fuerzas donde las hubiera y salir a cubrir una nueva jornada de trabajo. No había tiempo para los hubiera. La realidad, expresada en el llanto de Mariana, la despertaba con un sabor amargo.

A Mariana la dejaba encargada con quien podía. No sé si le importaba o no. No sé si sentía feo dejarla para ir a conseguir dinero, o si sólo trataba de ir sobreviviendo un día a la vez. Se juró a sí misma nunca enamorarse. NUNCA. Lloraba, lloraba mucho y veía a Mariana (flaquita y envuelta en vestidos hechos con retazos de tela); sólo podía notar el gran parecido que tenía con su padre. La forma de los labios delgados, la boquita pequeña, los ojos chiquitos y oscuros, la cabeza ovalada cual huevo; sí, ovalada, con mucho cabello, negro y rizado... La nostalgia invadía más a mi madre. Mariana no tenía nada de ella, ni la nariz, ni la forma de la cara, ni las orejas. ¡Nada! Parecía que lo único que tenían en común era que las dos respiraban y eran viejas. Ah, eso sí, Mariana era muy chillona, como mi madre, pero ésta se hartaba de escucharla y para entretenerla le daba un pedazo de tortilla remojada en caldo de frijoles. La cantidad de pañales y ropa que ensuciaba la niña eran un pesar para mi madre, quien trataba de ver algo positivo en tener una hija, pero sólo sentía una enorme carga en su espalda. El dinero era escaso y todo era para la niña, ese pedazo de carne que no dejaba de llorar. Mamá era un costal de depresión y desesperanza. No había un solo rayo de luz que asomara en su destino. ¿Qué iba a hacer?

No sé cuánto la quería, pero sí sé que la sentía más como una carga que como una bendición. Jaló con su niña por varios años. Quería que creciera para que no dependiera de ella; no le gustaba cargarla, y mucho menos hacerle mimos, como cualquier madre lo hace con sus retoños. La mirada y la vida de la autora de mis días eran distantes de Mariana. Mi madre me contó que una vez no tenía empleo y se llevó a Mariana a pedir trabajo o comida a una colonia bonita, de dinero, pues. La niña, que tendría como tres años, empezó a quejarse porque ya no quería caminar; mi mamá también estaba cansada y como siempre desoyó el llanto de Mariana. Cuando llegó a su cuarto,Mariana como pudo se zafó los zapatos; le sangraban los piecitos: se le habían hecho ampollas en los talones y éstas habían reventado.

Hubo veces en que dejaba sola a Mariana. Le ponía un biberón en su cuna, hecha de cajas de verdura con trapos. Cerraba el cuarto con una cadena y se iba ocho o diez horas, según el trabajo. A veces encontraba a Mariana con su carita, las manitas, el cuerpo y el piso llenos de mierda, orines, mocos, llanto, muerta de hambre y de sed. El cabello de Mariana parecía pegado con gel. Fuera la hora que fuera, tenía que bañarla y además tenía que lavar todos los trapos y el piso. Era un olor de la chingada. El cuarto era chico, como de tres por dos metros. No tenía ni una triste ventana, y para colmo el calor estaba como a treinta grados. Mi madre jugaba con el desapego y el olvido. Como si el hecho de no pensar en ella la hiciera desaparecer como por arte de magia.

Cuando le daba el pecho, odiaba que Mariana se pegara con los dientes a su pezón. Le recordaba la pasión que le despertaron las caricias y los besos del estúpido imbécil que la embarazó. No tenía dinero para comprarle leche de fórmula. Una lata chica la tenía quehacer rendir un mes; era para emergencias. Así que, muy a su pesar, le daba de su pecho.

La pobre de Mariana se pegaba a él, como si fuera la última vez que comía; se atragantaba.

Continuara...

Yo zorra, tú niña bienWhere stories live. Discover now