X
Los días transcurrían con una inquietante y molesta lentitud para una Anne que no hacía absolutamente nada en esa casa, donde todo se resolvía con magia. Y lo que no se solucionaba de esta forma, era intocable para ella.
Tampoco podía poner un pie fuera de la casa porque, como era una terrana, llamaba mucho la atención (y eso era lo que ellos menos querían que sucediera). Su aura, ese brillo dorado de su piel que era tan característico de los terranos, y ese olor dulzón que despedía, junto con la calidez de sus grandes ojos en comparación con las frías miradas de los hellavenianos, eran rasgos demasiado llamativos en ese lugar.
Ella parecía refulgir como la llama de una vela en ese lugar plagado de oscuridad y frío.
Sumándole a su encierro y a su falta de actividad, estaba el hecho de que no se acostumbraba a la eterna noche del Hellaven. El simple hecho de ver a la luna brillando altiva en el cielo, orgullosa de ser el astro reinante en ese mundo, le producía una pesadez y un cansancio que la hacían dormir más de lo que estaba acostumbrada.
Por esta razón, muy pocas veces hizo contacto social con Edna o Cecil (que iba casi a diario a verla y tenía que regresar a su casa resignado a no verla), ya que sólo estaba despierta cuando ellos dormían y dormía cuando ellos estaban despiertos.
Por lo menos fue así las dos primeras semanas. Ella se había esforzado por habituarse a ese lugar y con mucho esfuerzo lo había logrado. Aunque había que admitir que aún le costaba trabajo estar despierta y lúcida.
Edna, al verla adaptarse y esforzarse por no mostrarse débil a pesar de que se estaba desmoronando por dentro, no podía dejar de sentirse entre asombrada, quizás un tanto orgullosa, algo que incluso a ella la hacía detenerse a reflexionar el por qué de sus sentimientos.
Ella sabía que Anne sufría, hubiese sido extraño que no lo hiciera. Sabía que lloraba todas las noches cuando se despertaba en ese lugar y descubría por enésima vez que todo lo que veía no era parte de una pesadilla; que ella no estaba en su casa y que quizás, nunca más volvería a ver a su familia. Que para ellos, ella había muerto hacía ya tiempo. Podía escucharla, a pesar de que seguramente la joven trataba de esconder sus sollozos con la almohada.
Edna era consciente de que aunque Anne se mostraba tranquila, y cómoda algunas veces, no era cierto. Sabía que el Hellaven se le hacía demasiado frío y oscuro para ella que estaba acostumbrada a la ardiente luz del sol, que caldeaba el ambiente en los días de verano (la estación favorita de Anne, según le había dicho la joven). Que la gente de ese lugar le parecía tan fría como el lugar mismo y capaz de hacer cualquier barbaridad con tal de lograr su cometido.
En ese aspecto se equivocaba. Anne no los veía como unos desalmados ni como gente sin escrúpulos. No. Ella los veía como personas que llevaban a cabo una importante misión —salvar a todos los habitantes de ese mundo— a cambio de la vida de unos cuantos terranos.
En La Tierra las personas solían matarse entre sí, muchas veces, por cosas sin importancia y otras sólo por el placer de quitarle la vida a otro; para ver la sangre correr; para sentirse superiores, poderosos.
Empuñaban un arma con el mismo orgullo y placer con el que cargaban a sus hijos, con el que abrazaban a sus seres queridos, y despojaban a otro ser de su vida sin remordimientos. Y si los llegaban a atacar en algún momento, justificaban sus acciones con la excusa de que habían asesinado a otro ser humano por un bien mayor, aunque este hubiese sido el más ruin y asqueroso de todos.
Por eso Anne no los juzgaba. Por eso no los veía de esa forma porque, aunque lo que hacían estaba mal, aunque pensaba que el vivir gracias a la muerte de otros le pareciese una atrocidad, su causa era justa de algún extraño modo.
ESTÁS LEYENDO
La Premonición
FantasyAnne no podía quejarse. Tenía unos padres maravillosos, un novio que la quería y hacía cualquier cosa por ella; le iba bien en sus estudios y estaba a pocos meses de graduarse como Diseñadora de Modas. Anne era feliz con su vida tal cual estaba y no...