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Anne no recordaba cuando tiempo había transcurrido desde la primera vez que había puesto un pie en el hogar. Quizás habían sido sólo días, o quizás semanas, pero ella no estaba realmente segura de cuanto, en realidad. Lo único de lo que estaba segura era de despertarse cada mañana después de haber descansado sólo tres horas y salir rumbo al bosque, donde un animado Claus la esperaba con una nueva e inverosímil historia para contarle.
Cuando llegaba al Hogar, las cosas se ponían algo borrosas, aunque ella no sabía por qué.
Contrario al primer día, los niños no se mostraban tan asombrados y receptivos con Anne y ella a penas los veía. Con la única con la que hablaba —en contadas ocasiones y sólo para preguntarle cómo tenía que hacer las cosas —era con Amy, que siempre estaba allí para ordenarle qué hacer. Y con el pasar del tiempo Anne se percató de que el quehacer del Hogar parecía multiplicarse mágicamente y que sólo dos manos —las suyas, porque Amy decía que tenía cosas más importantes de las que encargarse aunque fuese mentira— no eran suficientes para poder con todo.
Así que, desde el segundo día que había pisado ese lugar, Anne se había convertido en una especie de sirvienta, la cual tenía que limpiar cada rincón del Hogar sin chistar, mientras Amy la miraba desde el lugar en el que se había sentado a descansar. Y no podía quejarse porque, en realidad, ella había ido a trabajar a ese lugar.
Pero si eso no era injusto, entonces Anne había olvidado el significado de esa palabra hacía mucho tiempo. Aunque debía estar acostumbrada ya, porque desde que había despertado en el Hellaven, nada era justo para ella.
—Hoy tienes que limpiar la habitación de Aileen y la cocina. —Amy, apoyada en el marco de la puerta y con los brazos cruzados en una pose altanera, le ordenó como si ella fuese su jefa y le estuviese pagando una alta suma de dinero por sus servicios. —Asegúrate de limpiar las paredes y cambiar las sábanas y cortinas. Espero no tener que repetírtelo.
Anne no respondió, porque sabía que era mejor evitarse un problema con la chica, pero igual le lanzó una dura mirada antes de agacharse, tomar lo que necesitaba y salir de la habitación.
Cuando cruzó frente a la puerta del salón, la señora Jettkins la llamó. Anne, sorprendida, giró la cabeza hacia la izquierda y le lanzó una mirada a la puerta cerrada que la separaba de la mujer, como si esta fuese un extraño animal de tres cabezas. A veces, los dones y poderes de los hellavenianos le parecían realmente extraños y espeluznantes.
Dejando las cosas del aseo en el pasillo, Anne se limpió las manos en la ropa que se había convertido en su uniforme y abrió la puerta, adentrándose en el salón sin pedir permiso.
— ¿Me llamaba, señora Jettkins?
Preguntó cuando estuvo cerca, inclinándose ligeramente frente a la anciana en señal de respeto. La mujer hizo un gesto con la mano, invitándola a sentarse frente a ella. La miró con sus desvaídos ojos verdes durante un rato, antes de suspirar, llena de pesar.
—No te ves bien. ¿Estás descansando bien, linda?
Anne se sorprendió de que alguien —por fin— se hubiese dado cuenta de lo desgastada que estaba. Había perdido algunas libras de peso, cambiando esto la forma de su redondeado rostro y hecho que su ropa le quedase casi dos tallas más grande, lo que la obligaba a tener que doblar la cinturilla del pantalón de su uniforme para que no se le cayese. Tenía sombras oscuras bajo los ojos, su piel se había puesto opaca, de un tono grisáceo y una expresión de cansancio que era difícil de disimular se había apoderado de su rostro y amenazado con quedarse allí.
Además, sus movimientos se habían vuelto más lentos y taciturnos debido a la falta de descanso por la que pasaba su cuerpo. Pero nadie, aparte de la mujer frente a ella, lo había notado.
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La Premonición
FantasyAnne no podía quejarse. Tenía unos padres maravillosos, un novio que la quería y hacía cualquier cosa por ella; le iba bien en sus estudios y estaba a pocos meses de graduarse como Diseñadora de Modas. Anne era feliz con su vida tal cual estaba y no...