Capítulo 10

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¡Oh, cielo santo!

Si Ariana había creído que a la luz de la luna Damien Keegan era irresistible, el sol ardiente era diez veces peor. El sol mostraba lo terriblemente apuesto que era en un minucioso y despiadado detalle.

Después de terminar de hacer la comida, habían salido al extenso patio a sentarse unos momentos en una de las bancas, y charlar un poco de nimiedades.

Sin embargo había dejado de prestarle su atención a Meryl que hablaba sin parar de las florecillas que había plantado esa mañana. Su marido que recién llegaba de la Base Militar, todavía con su uniforme de la Armada, al igual que el día anterior cuando le había llevado esos girasoles a la escuela, se encargaba del trabajo rudo de la hacienda, y desde entonces ella no había conseguido dejar de mirarlo.

No se había atrevido a pensarlo, pero ese uniforme le quedaba bien... Condenadamente bien.

Mientras avanzaba hacia ellos, el soldado se ocupó de quitarse la camisa gruesa camuflajeada, quedando en una de resaque en color verde militar, en sincronía con sus pantalones y las botas negras.

De inmediato se ocupó de acarrear a las reses que habían sido adquiridas en días anteriores para el cruce de ganado. Daba órdenes, pero no de manera soberbia, llevaba el control, y lo hacía todo con eficacia y liderazgo, aunque a menudo decía vulgaridades cuyo significado la joven castaña ni siquiera alcanzaba a imaginar...

Suspiró, y continuó mirándolo, ajena a todo lo que Meryl seguía contándole.

Le encantaba que Damien fuera un hombre trabajador, que aunque llegase cansado de la base, estuviera tan dispuesto a trabajar en la hacienda hombro con hombro como si fuese un obrero más, y no el nieto del patrón.

Sudado y mugriento parecía recién salido de la selva, pero Ariana continuó encontrándolo tan guapo como siempre, y posiblemente aún más.

Se veía imponente, y a ella le parecía que su presencia siempre lo cambiaba todo.

¿Pero cómo no iba a serlo si era tan grande?

Todo Damien debía ser al menos cien kilos de sólida masa muscular.

Y la llenaba de intriga.

Ella alzó sus ojos, y miró su rostro, su expresión sería, y sus ojos determinados, pero también vio más allá. Vio un vacío que la sorprendió, y también vio dolor. Entonces sin comprender su reacción, tuvo el repentino e inexplicable deseo de abrazarlo porque de pronto le parecía que él necesitaba de un abrazo. Después se dio cuenta de lo ridículo que era aquel pensamiento, tomando en cuenta su reputación de tipo duro.

–Creo que no has puesto atención a nada de lo que te he estado diciendo, cielo–

Ariana se sobresaltó por las palabras de Meryl. Parpadeó desconcertada, pero luego se recuperó.

–Meryl, lo siento... Me... me distraje–

La mujer sonrió pues bien se había dado cuenta de cuál había sido el motivo de distracción de la joven.

–Ya veo–

Ariana enrojeció al darse cuenta de cómo la miraba a ella y a Damien.

–Oh, no. Yo no...–

El ama de llaves negó.

–Tranquila. Sé lo que pasa entre ustedes–

La castaña la miró con ojos bien abiertos. ¿Lo sabía?

–Sí, y no me mires de ese modo. Tal vez los demás no puedan saberlo, pero yo sí. Soy vieja y he vivido demasiadas cosas. Dos habitaciones he tenido que limpiar en su casa, cuando lo normal sería que sólo fuera una, ¿no te parece? Eso sin contar lo distantes que son el uno con el otro, todo resulta demasiado obvio–

Mitades Perfectas® (AG 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora