Una tarde de septiembre, de finales de septiembre, Isabel cogió aire en sus pulmones y empezó a hacer el avión corriendo entre los pinos de la dehesa, desplegando los brazos como si fueran alas y haciendo ruido con la boca, igual que si fuera un monoplano de la Primera Guerra Mundial, como tantas veces había hecho de pequeña cuando aterrizaba eufórica en manos de su padre, unas manos que recordaba siempre ásperas y con regusto a sal. Hacía frío, un frío suave, agradable incluso después del calor pegajoso del verano, e Isabel llevaba un jersey blanco de punto tejido por ella misma, con una cenefa de cangrejos verdes que le había costado tejer una eternidad de horas.
Un instante después se dejo caer exhausta encima de la pinaza y el chico que la acompañaba la tapó con la chaqueta; de nuevo le vino a la cabeza su padre, lanzándola al aire, con aquellas manos firmes de pescador, y sintió en su interior unas carcajadas que muy bien podían ser las suyas y que se confundían con éstas de ahora, provocadas por el miedo a caerse y el deseo de volar.
Experimentó esa misma sensación cuando sintió los labios de él humedeciendo los suyos, y cerró los ojos: pensó que había llegado el momento, no podía contener por más tiempo un secreto que deseaba proclamar a voces, y que necesitaba sobre todo compartir con él. No se imaginaba que hubiera en el mundo alguien tan feliz como ella lo era ahora, y seguramente así era a pesar de que le quedaban tres minutos de vida.

ESTÁS LEYENDO
El infierno de Marta (Pasqual Alapont)
Ficção AdolescenteCuando aceptó salir con aquel chico, Marta no sabía que ponía un pie en el infierno, y que a partir de entonces sería tan doloroso penetrar en él como tratar de escapar de allí.