🌻 Capítulo 2

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Después de cinco horas de trabajo, nuestra jornada matutina finaliza y Catalina se ofrece a llevarme a casa en coche. A pesar de mi pereza para subir y bajar las escaleras de mi edificio, siempre voy a la cafetería andando, o corriendo, depende de cuánto tiempo me haya quedado en la cama después de haber apagado el despertador. En cambio, algunas veces, mi amiga insiste en acercarme. Ella alimenta mi vaguería.

Es la una de la tarde y parece que el tráfico hoy es más normal que otras veces, por lo que supongo que llegaré a mi hogar en menos de media hora. Sin embargo, el camino de regreso no se me suele hacer pesado gracias a Cata; ella se dedica a cantar a grito pelado cada canción que aparece en la radio mientras insulta a las personas que, según ella, conducen como el culo; nunca falta el típico desprecio de "payaso". Cuando se sube en su coche, se transforma en monstruito. Es todo un espectáculo digno de ver.

Estoy entretenida, despreocupada y con una sonrisa plantada en mis labios durante todo el trayecto, deleitándome de los divertidos gestos y voces que mi amiga se dedica a imitar a cada segundo. En cambio, cuando la radio empieza a emitir una canción en específico, la de "Zombie" de The Cranberries, el mundo se me viene encima y mi expresión facial se vuelve más decaída y seria.

Algunos años atrás ni siquiera podía escuchar la mención de ese grupo, pero ahora es como algo tan necesario para mí como lo es el respirar. Me es imposible no pensar en mi madre cada vez que escucho alguno de sus temas, ella los escuchaba y cantaba a todas horas. Esto, de algún modo, me hacen sentirla cerca. Como si estuviera a tan solo unos centímetros de mí.

Desde que decidió quitarse la vida hace seis años, he tenido miedo de olvidarla, pero también de recordarla. Es una constante lucha interna. Si la recuerdo, lo primero que se me viene a la cabeza es el día de su muerte. Y si la olvido me siento como, si de alguna forma, fuese yo la que está acabando con su vida.

Pero en algún momento tenía que aprender a convivir con ese dolor.

Apoyo la cabeza contra el cristal de la ventanilla, observando las calles que pasan a ambos lados del mismo y escuchando con nostalgia la canción que sale de los altavoces.

—¿Estás bien? —inquiere la morena cesando su tarareo de golpe—. ¿Quieres que la quite?

Dirijo la mirada hacia ella, quien me observa con intranquilidad y con una mano en el reproductor de música, preparada para cambiar de emisora.

—No. —Niego con la cabeza—. Sabes que ya no me afecta escucharla.

Catalina regresa la vista a la carretera.

—Es que estás como un poco... bueno. ¿De verdad que estás bien? —insiste.

—Sí. Me gusta recordarla de vez en cuando —aseguro levantando la cabeza del cristal—. Ya sabes, cantando como siempre hacía.

Catalina me echa un rápido vistazo y, luego, entrelaza los dedos de su mano derecha con los de mi izquierda. Aprieto su agarre con fuerza, queriendo sentir su apoyo y ánimo todo lo posible. Una cálida sonrisa se hace presente en su cara, contagiándomela al instante. Poco después, sus ojos se posan de nuevo en el camino que está recorriendo para no tener ningún accidente. Los últimos diez minutos los pasamos así, calladas y dadas de la mano.

En cuanto ya estamos a pocos metros del edificio en el que resido, la morena aparca en el borde de la acera. Pone el intermitente y suelta un sonoro suspiro de cansancio. Esta mañana ha sido muy dura, ha habido mucha clientela y casi no dábamos abasto, pero lo conseguimos manteniendo el mismo ritmo de todos los días.

—Menos mal que hoy no nos toca sustituir a nadie en el turno de tarde —comenta aliviada—. Me voy a echar una siesta de una hora.

Me río ante sus últimas palabras y ella baja el volumen de la música, dejándola en un segundo plano mientras conversamos.

Luna de mielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora