🌻 Capítulo 5

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Pulso el botón del ascensor, impaciente a más no poder, unas cinco o seis veces seguidas mientras observo la hora en mi reloj de muñeca: son las ocho menos cinco. Me quedan cinco minutos escasos para entrar a trabajar y sé que no voy a llegar por mucho que corra. José está tardando en despedirme.

Mientras que espero a que el elevador llegue a mi planta, pienso en las posibles vías de trasporte que puedo utilizar para llegar un poco antes. Lo primero que se me pasa por la cabeza es el metro, pero teniendo en cuenta la hora que es, estoy segura de que ya lo he perdido. Pasa cada diez minutos, así que queda descartado. Autobús, nada; eso tarda más. A correr como el viento se ha dicho.

Vuelvo a apretar el dichoso botoncito al ver que alguien está reteniendo el ascensor otra vez. Maldito borde acosa flores, seguro que eres tú.

Cierro los puños con fuerza a ambos lados de mi torso, en un intento de tranquilizarme y no liarme a golpes con las puertas metálicas de la cabina. Cojo aire por la nariz y lo expulso por la boca muy lentamente, logrando así mi objetivo. La calma llega a mi ser y las ganas de tirarme de los pelos se reducen notablemente.

También soy consciente de que puedo usar las escaleras, pero, seamos realistas, eso no ocurrirá. Son ocho puñeteros pisos y yo sigo siendo más vaga que un gato rechoncho. Aunque quiera echarle toda la culpa al seco de mi vecino, no puedo negar que, realmente, la culpa es mía por despertarme tarde. Él no es el responsable de que de mi cerebro no haga conectar las neuronas en ese instante en el que la alarma hace acto de presencia.

Justo en el momento en el que estoy a punto de volver a perder los papeles, las puertas del ascensor se abren. Suelto un suspiro de alivio y entro a la carrear en él. Esto hace que, accidentalmente, empuje levemente al joven de la novena planta, al cual no había visto hasta ahora que le he rozado. A pesar de que tengo la sensación de que debería disculparme por el golpe que le he dado sin querer, no lo hago. De todas formas, no me responderá. Así que paso. Que se joda un rato.

—Buenos días —le saludo entre dientes.

Presiono el botón de la planta baja repetidas veces por mi poca paciencia a pesar de saber que eso no lo hará bajar más rápido, pero bueno.

Observo como las puertas se cierran y noto la mirada del borde puesta en mí en todo momento, por lo que decido echarle un rápido vistazo. Éste mira con seriedad y detenimiento cada parte de mi cuerpo, como si estuviese buscando algo. Me remuevo incómoda en el sitio al ver que su escaneo no cesa, sin embargo, a los pocos segundos, opta por pegar la mirada en el suelo. Mi ceño se frunce con confusión, sin entender lo que acaba de pasar.

Que rarito eres, tío.

Me permito mirarle por un poco más de tiempo; lleva la mochila de su cámara fotográfica colgada al hombro. Al descender me percato de que lleva un paraguas en su mano izquierda, lo que provoca que mi ceño se acentúe aún más.

No me jodas que está lloviendo. He salido con tanta prisa de casa que ni siquiera me he parado a mirar por la ventana para ver qué tiempo hacía.

En cuanto las puertas vuelven a abrirse, salgo como alma que lleva al diablo sin molestarme en despedirme de mi vecino. Él nunca lo hace, así que qué más da. En cambio, cuando estoy a pocos pasos de la salida del portal, freno en seco al ver que, efectivamente, está lloviendo. Y no es una lluvia de estas en las que solo chispea, no. Está lloviendo a mares. A cántaros. Están cayendo chuzos de punta, vaya.

No puede haber una chica más gafe que yo en esta vida.

—Mierda, ya no llego ni de coña —maldigo en un hilo de voz apenas audible sin dejar de mirar el cristal de la puerta.

Luna de mielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora