El trayecto de vuelta a casa lo hacemos sin mediar palabra alguna, solo con el sonido de la música que emiten en la radio, rebajando el ambiente tan cargado de incomodidad que se ha formado desde nuestra pequeña discusión de esta mañana.
Catalina se ha ofrecido a llevarme en coche hoy también y, a pesar de haber rechazado su oferta un par de veces, no me ha dejado negarme, por lo que pensé que me esperaría un sermón en cuanto posicionase mi trasero en el asiento del copiloto. Sin embargo, eso no ha sucedido. Ni siquiera ha cantado o tarareado las canciones, y tampoco ha insultado a ningún conductor.
Está cabreada.
Justo cuando el edificio en el que resido se ve en la lejanía, mi amiga hace un cambio de marchas y baja la velocidad para aparcar cerca de la acera en cuanto le sea posible. En el momento en el que estamos a pocos metros de la puerta de mi portal, Catalina pone el intermitente y se echa hacia la derecha para salirse de la carretera y no entorpecer a los demás vehículos que nos vienen pisando los talones. El tráfico de hoy ha sido peor.
Pone el freno de mano y apoya los brazos en el volante del coche. Su mirada no se cruza con la mía, tampoco me dirige la palabra para despedirse de mí o echarme de su preciado automóvil. Suelto un pequeño suspiro y me deshago del cinturón de seguridad. Estoy a punto de abrir la puerta y salir, pero decido no hacerlo aún. Tengo cosas que contarle.
—He vuelto a soñar con ella —le comento— y con el campo de girasoles.
Desde que mi madre murió le he estado manteniendo al tanto de todo lo que sueño en la noche, como un modo de desahogo que me ha resultado muy eficaz durante estos años para mantener alejada esa tristeza que me aborda la mayoría de las veces.
Cata, por primera vez en estos veinte minutos, me mira. Sus ojos verdosos recorren mis iris de manera alterna, a la espera de que continúe hablando, pero no tengo nada más que decir. Al ver que no voy a añadir nada más a la frase que he pronunciado, ella decide intervenir con sus preguntas de índole psicológica para ver cómo de rota estoy por dentro.
—Hace un mes de tu último sueño lúcido. ¿Cómo te has sentido al despertarte?
—Bien —respondo con sinceridad—. Quiero un girasol. Para ponerlo en el balcón con las demás flores.
La morena asiente con la cabeza como un modo visual de hacerme saber que me está prestando atención.
—¿Qué sentiste?
—Calma. —Sonrío.
—Vamos avanzando, entonces —dice con un indicio de sonrisa en sus labios—. El último trajo consigo un ataque de pánico que casi me mata del susto. Pensaba que te estaba dando un infarto o algo cuando me llamaste pidiendo ayuda.
—Sí, siento eso —me disculpo.
—Ni te rayes —le quita importancia—. Que, por cierto, no me quisiste contar que pasaba en ese sueño. Estoy entre que me intrigas y me preocupas.
—Fue del día en el que mamá murió, te lo dije —le recuerdo.
—Ya, pero normalmente ahondas el tema y me cuantas con pelos y señales lo que sucede en él —expone—. En ese no entraste en detalles.
—Es que es duro —admito.
Es solo pensar en ello y sentir que me ahogo, no quiero ni acordarme. Catalina no sabe nada acerca del suicidio de Eva, aparte de lo obvio; ni siquiera yo sé muy bien lo que ocurrió. El único que lo sabe es José.
—Ya me imagino —me da la razón—. Bueno, nos vemos mañana.
—Sí, hasta luego. —Abro la puerta y me dispongo a salir.
ESTÁS LEYENDO
Luna de miel
RomanceWendy lucha para salir de una relación tóxica con ayuda de sus seres queridos y de un chico muy borde que se encuentra cada día en el ascensor. * Wendy Martínez está atada a una relación que no tiene rumbo, que no llegará a ningún puerto y que está...