Capítulo 22 Un paseo

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Tardo  solo  unos  segundos  en  salir  de  casa.  Voy  a  ir  al  instituto.

Mañana. Me apresuro por el camino de entrada. ¿Cambiará de idea mi madre?  Echo  un  vistazo  por  encima  del  hombro  para  asegurarme  de que no m e está siguiendo. Libertad. El aire m e parece tan vivificante y fresco como  si  estuviera  flotando.  Pero  inmediatamente  recuerdo  la  palidez  de  mi madre, su tono vacilante. Mi paso se acelera. La distancia es mi salvación.

Huyo desde mi mundo cerrado hacia otro que aún no conozco. Ellos.

Mi madre dijo que podía ser peligroso «para ellos». ¿Tiene miedo de que yo les haga daño a otros? ¿A mis compañeros de clase, quizás? Nunca lo haría. ¿Lo habría hecho la antigua Jenna? ¿Les hice daño alguna vez a Kara y a Locke? ¿Por eso ya no son mis amigos? Está el señor Bender. Él es mi amigo. Iré a visitarle.

El arroyo está tan crecido que no puedo pasar por encima, así que salgo a la calle contigua para ir hasta su casa. No sé cuál es su dirección ni cómo es la fachada, pero sé que, como la nuestra, su casa es la última de la calle.

Aunque  la  lluvia  ha  cesado,  el  agua  forma  riachuelos  en  las  cunetas.  Para pasar  de  nuestro  camino  a  la  calle  tengo  que  saltar  por  encima  de  uno  de ellos. Camino por el centro de la calzada. El aire huele a tierra mojada y a eucalipto. Mañana a esta hora estaré en el instituto. Habré conocido a más amigos. Seré dueña de una vida. La vida de Jenna Fox. Será mía, con todo lo que eso signifique.

La  casa  de  nuestro  vecino  —la  enorme  mansión  Tudor—   está  oscura  y silenciosa. Lo mismo pasa con la siguiente. Pero en la casa estilo Craftsman veo movimiento. Un perrito blanco me ladra desde el otro lado de la verja. Me detengo y lo observo. Una mujer grita algo; me vuelvo y la veo en la entrada de la casa, barriendo la hojarasca que ha arrastrado la tormenta.

—Lo siento —dice—. Cree que es un perro guardián. No te preocupes: perro ladrador, poco mordedor. No le haría daño ni a una mosca.

Asiento  con  la  cabeza.  En  ningún  momento  pensé  que  pudiera  hacerme daño. Es un perro. Los perros ladran. ¿Tendría que haber tenido miedo? ¿Es eso  lo  que  hacen  los  vecinos?  ¿Advierten  sobre  los  peligros,  como  el  señor Bender cuando m e dijo que tuviera cuidado con la casa blanca del final de la calle?  ¿Es  solo  una  muestra  de  amabilidad  sin  mayor  importancia,  una  de las muchas sutilezas que se confunden en mi interior? ¿Hay algo que se me escapa, o se les escapa a ellos?

La  mujer  levanta  la  mano.  La  mantiene  un  momento  en  el  aire  y  la  agita.

Luego sonríe. 

— ¿Estás bien? —pregunta.

— ¿Y usted? —pregunto. Tal vez yo también tenga que preocuparme de mis vecinos. La mujer se vuelve para seguir barriendo y yo me voy.

A pesar de que es temprano, el cielo está oscurecido por las nubes, y la casa de al lado tiene las luces encendidas. La casa blanca. Al acercarme distingo una lámpara de araña a través de la ventana grande que hay encima de la puerta.  Tras  las  cortinas  de  las  demás  ventanas  brillan  más  luces.  Las columnas  que  hay  a  los  lados  de  la  puerta  están  rajadas,  marcadas  con grietas que las recorren de parte a parte. Incluso les faltan algunos pedazos.

Supongo que se rajarían en el terremoto y no las han reparado. Sin embargo, la casa parece cuidada. Más que la nuestra. No da miedo, al menos lo que se ve desde el exterior. Estoy observando la casa cuando se abre la puerta de la calle.  Intento  volver  sobre  mis  pasos  antes  de  que  me  vean,  pero  es demasiado  tarde.  Una  figura  se  inclina  en  la  penumbra  del  porche  para recoger  un  periódico  que  hay  en  el  suelo,  se  detiene  a  medio  camino  y  se incorpora sin recogerlo. Es un chico. Es alto y guapo como el chico que vi en la misión, pero su pelo es tan claro como negro era el del otro. Lo tiene corto y  despeinado,  con  un  revoltijo  de  mechones  que  apuntan  en  distintas direcciones.

—Hola —dice. Su voz es agradable.

—Hola.

— ¿Eres nueva en el vecindario?

—Sí.

—Bienvenida. Soy Dane.

Sonríe. Incluso desde la calle puedo ver la blancura de sus dientes.

—Hola —vuelvo a decir.

Quiero irme, pero mis pies parecen pegados al suelo.

Va  desnudo  de  cintura  para  arriba  y  lleva  el  pantalón  del  pijama peligrosamente  bajo.  Tira  de  él  hacia  arriba  y  se  encoge  de  hombros.  ¿Le estaré mirando con demasiada fijeza?

—Me tengo que ir —dice—. Encantado de conocerte.

—Adiós,  Dane —respondo.  Mis  pies  se  liberan  milagrosamente  y  continúo con mi caminata.

Si tu vida ha tenido pocos episodios que le den forma, un pequeño encuentro puede parecer una obra completa de tres actos. Repaso una y otra vez lo que acaba de pasar mientras recorro el trayecto hasta la casa del señor Bender.

Dane. Casa blanca, pijama blanco, dientes blancos. No había nada de lo que asustarse, excepto de haberme quedado congelada en medio de la calle.

 

 

 

 

La adorada Jenna FoxDonde viven las historias. Descúbrelo ahora