Una chica con una camiseta de la Universidad de Nueva York y el pelo teñido de rojo le entregó un arrugado montón de peticiones de libros.
—¿Qué hago? ¿Espero aquí?
La chica se inclinó sobre el mostrador.
—Puedes esperar en una de las mesas hasta que salga tu número en el tablón. Entonces podrás recoger tus libros —le explicó ella.
Ya se había acostumbrado al predecible ritmo del mostrador de préstamos: las primeras horas de la mañana eran tranquilas, el pico de actividad llegaba por la tarde y las últimas horas tenían un ritmo más lento, cuando la gente se iba marchando para cenar; algunos regresarían, otros no.
Carolina sabía que era afortunada por pasar los días en el que podría calificarse como el lugar más hermoso de la ciudad. Y aunque su trabajo no suponía un gran desafío intelectual, le aportaba cierta satisfacción entregar los libros a los usuarios de la biblioteca, que aguardaban con impaciencia. Mientras observaba las filas y filas de gente inclinadas sobre libros y portátiles, se preguntaba en qué estaría trabajando cada uno de ellos. ¿La próxima gran novela americana se escribiría en aquella sala? ¿Se inventaría algo? ¿Se descubriría la historia?
Pero, a veces, cuando había una tregua, se sentía inquieta.
—¿Por qué no lees algo? —le dijo Mike, un estudiante de la Universidad de Nueva York delgado y fibroso, un poco torpe pero dulce como una mascota, que trabajaba a tiempo parcial llevando los libros de las diversas salas al mostrador de préstamos.
—¿Nos permiten leer aquí? —preguntó Carolina.
—A mí nadie me ha dicho nunca nada —respondió él—. Y tú y yo sabemos que Sloan no pierde ninguna oportunidad de tirarse al cuello de cualquiera de nosotros. Así que yo diría que no hay problema.
Carolina pensó que quizá Mike y ella pudiesen ser amigos, aunque nunca había tenido ningún amigo varón. Su madre siempre le advertía de que los chicos no podían ser verdaderos amigos de una chica, porque sólo querían una cosa.4
Pero Mike parecía sinceramente amable. Aunque Carolina sentía que, de algún modo, lo había decepcionado cuando él le dijo que le gustaba su corte de pelo, tan a lo Bettie Page, y ella le había preguntado quién era Bettie Page.
Mike la había mirado divertido, como si no estuviera seguro de si hablaba en serio o en broma.
—Ya sabes... la legendaria pin-up. Una de pelo negro y flequillo corto.
Ella había asentido, aunque no tenía ni idea de sobre quién le estaba hablando. La gente le decía a veces que se parecía a tal chica de algún programa... o a Zooey Deschanel.
Había visto a esa actriz en una telecomedia y, a pesar de que podía haber cierta similitud en el tono de piel, el corte de pelo e incluso los rasgos faciales, en su opinión, la estrafalaria efervescencia de Zooey Deschanel hacía que cualquier comparación con ella resultara absurda. Ahora tendría que buscar en Google a esa tal Bettie Page.
—¿Habrá abierto ya el puesto de comida? —preguntó Mike.
Desde sus primeros días de trabajo, hacía unas cuantas semanas, los dos habían cogido la costumbre de salir juntos a comprarse una hamburguesa o un perrito caliente en el puesto de comida rápida de la esquina de la calle Cuarenta y uno. Pero ese día Carolina había pensado proponerle a Margaret que comiesen juntas.
Subió la escalera sur hasta el cuarto piso, que albergaba las primeras ediciones, los manuscritos y las cartas y también la Sala de Juntas. Después de pasar ante otra sala cerrada, encontró a Margaret anotando una pila de libros en un registro.
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❥ La Bibliotecaria • Aguslina.
أدب الهواة❥ Meterse a la historia para conocer la sinopsis. ❥ HISTORIA ADAPTADA.