❥ Capítulo 41

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La tienda de ropa estaba escondida en una calle secundaria del Village, no lejos de su apartamento. A pesar de lo cerca que quedaba de su casa, nunca se había fijado en ella.

Se llamaba Guinevere y, a diferencia de las otras marcas extremadamente conocidas del distrito comercial, no había maniquíes ni ropa en el escaparate, sólo cortinas de terciopelo rojo que ocultaban el interior.

Agustín le sostuvo la puerta y Carolina entró. Jadeó. La tienda era de estilo rococó, además punk y con algo de Alicia en el País de las Maravillas. Lo único que faltó fue que espolvorearan una pizca de polvos mágicos cuando entraron.

Las paredes estaban cubiertas de murales fotográficos de mujeres de piel muy pálida, de pelo largo y suelto rubio platino o rosa claro como las nubes de azúcar, mejillas sonrosadas por el colorete y barrocos vestidos con toques punk o bien propios de los cuentos de hadas: botas de combate, corsés, alas de mariposas.

Los muebles —sillones recargados, espejos con marcos de bronce apoyados en las paredes y arañas de cristal de cinco pisos— podrían haber salido del plató de la película María Antonieta. Los vestidos, colgados de percheros intercalados entre las recargadas piezas de mobiliario, no eran vintage, sino interpretaciones contemporáneas de todas las fases del diseño romántico desde la era isabelina.

—¿Está Pamela? —le preguntó Agustín a una de las dependientas.2

La mujer era minúscula, iba vestida toda de blanco y tenía unos ojos pequeños bajo un denso flequillo cortado de forma similar al de Carolina.

Cuando ésta se inclinó sobre un estante, casi tiró una taza de porcelana de bordes dorados.

—Está en la trastienda.

Agustín cogió a Carolina de la mano y la guio a través del laberinto de vestidos, mesas y percheros hasta la parte de atrás del local. Atravesaron otra cortina de terciopelo que daba a una estancia más pequeña. Esa sala estaba vacía, a excepción de media docena de vitrinas.

—Hola, Agustín —saludó una pelirroja alta que se levantó de una butaca eduardiana tapizada en verde militar y dorado.

—Pamela —respondió él y la besó en la mejilla.

Carolina intentó no sentirse celosa mientras se preguntaba si Pamela también formaba parte de la «comunidad», como él lo había llamado. Odiaba cómo empezaba a ver a todo el mundo a través de la perspectiva de qué relación tenían con Agustín.

—Ésta es mi amiga Carolina.

Ella lo miró pensando que «amiga» era un extraño calificativo para describir su relación. Pero ése era el problema. ¿Qué eran? ¿Amantes? ¿Colegas de bondage?

—Un placer conocerte —le dijo Pamela con una sincera sonrisa, mientras le estrechaba la mano—. ¿Y qué buscáis hoy?

—Ella necesita una máscara —respondió Agustín.

Carolina lo miró sorprendida. Lo primero que le vino a la cabeza fue una de esas máscaras de Halloween que se exhibían en Ricky's. Pero Pamela los guio hacia una de las vitrinas más cercanas y allí descubrió un colorido surtido de recargados antifaces propios de un baile de máscaras formal. Dorados, azul lavanda, negros, con lentejuelas, con plumas, con flecos, adornados con brocados y lazos.

—Ésa lleva doscientos cristales Swarovski incrustados —comentó la mujer al fijarse en el interés de Carolina por una pieza dorada en el centro.

Sacó un llavero, abrió la vitrina y le tendió la máscara.

—Pruébatela —la animó Agustín cuando vio su vacilación.

Carolina lo hizo y se la deslizó por la cabeza. Él la ayudó a colocársela para que le descansara en el puente de la nariz. La sorprendió la claridad con que podía ver por los huecos de los ojos. También lo sólida que parecía, a diferencia de las máscaras de cartón que la gente sacaba en las fiestas de fin de año.

❥ La Bibliotecaria • Aguslina.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora