❥ Capítulo 49

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Carolina posaba sobre la terraza del edificio de Agustín, bajo el centelleante manto de estrellas de verano, con el río Hudson fluyendo a su espalda, plateado a la luz de la luna.

El látigo le pesaba ya en las manos.

—Mírame, pero pon el cuerpo de lado —le indicó Agustín—. Intenta colocar el látigo detrás de la cabeza. Sostén el mango con una mano y el extremo con la otra.

Carolina hizo lo que le sugería. A esas alturas, tras horas de sesión fotográfica, ya sabía cómo obedecer sus instrucciones y añadirle también algo más. Aunque su indicación más importante se la había dado al principio del proceso. Le recordó que las mejores modelos eran las que disfrutaban de lo que estaban haciendo en ese momento, las que no lo hacían por el dinero o por la experiencia artística, sino por la felicidad que sentían en ese "toma y daca" entre la cámara y ellas.

—Si puedes sentir esa felicidad —le dijo—, habremos encontrado oro.

Dejó caer el peso en una cadera y sonrió como si estuviera a punto de hacer algo extremadamente perverso. Era una sonrisa que se reflejó también en sus ojos, de eso estaba segura.

Le ofreció diversas variaciones de la foto y luego lanzó el látigo hacia un lado.

—Enséñame el culo —le pidió él.

Dos horas antes, esa orden la hubiera hecho titubear, pero para entonces estaba llena de ideas sobre lo que podía hacer con su cuerpo. Había empezado con un corsé y una falda de piel, pero a esas alturas sólo llevaba un body negro, un culotte de encaje también negro y las botas de plataforma que había comprado con Valen.

Le dio la espalda y se enroscó el látigo entre las piernas, volvió la cabeza para mirarlo como si la hubiera pillado en medio de algo.

Durante la primera hora, había pensado en Bettie, se había centrado en ella para superar la timidez. Pero ahora ya había establecido una relación con la cámara que era sólo suya.

—Tira el látigo y siéntate en el suelo —le ordenó Agustín.

Él se subió a un taburete para poder fotografiarla desde arriba. Carolina alzó la vista cuando se llevó la cámara a los ojos, pero vio que volvía a bajarla.

—¿Dónde está tu colgante? Quiero que lo lleves para éstas.

—¿En serio? Está dentro. Me lo he quitado cuando me he cambiado.

—Ve por él. Cuando mire a la mujer en estas fotografías, quiero saber que es mía.

(***)

Sentía las cuerdas más prietas, la venda de los ojos más oscura, la habitación más fría.

Era como si todo estuviera llevado al extremo para recordarle cuál era su sitio. Puede que le hubiera permitido hacer de dominatriz en el club y en las fotografías, pero ahora Agustín estaba decidido a hacerla volver a la realidad, su realidad.

Debían de ser las cuatro de la mañana y Carolina estaba atada exactamente igual que lo había estado la mujer del club: boca abajo sobre la mesa, en cruz, con los brazos estirados y las piernas abiertas. Totalmente desnuda, sintió el ansia de la vulnerabilidad y la insoportable anticipación, un anhelo que si no aliviaba la volvería loca.

Oyó que Agustín se movía a su alrededor y entonces, sin previo aviso, sintió la fría presión del metal deslizándose en su ano. Carolina jadeó y, aunque reconoció la sensación del dilatador anal, el corazón se le aceleró.

—¿Cuántos golpes le diste a la mujer? —preguntó Agustín.

—Cuatro —respondió ella.

—En nuestro caso serán seis.

Carolina se tensó, esperando que la golpeara con el látigo o con la fusta. En lugar de eso, lo siguiente que sintió fue algo duro, aunque levemente elástico, como de goma, que hacía presión contra los labios de su sexo. Su primer impulso fue resistirse, pero se obligó a no retorcerse y le permitió que empezara a follarla delicadamente con el objeto. La llenaba como un pene y sabía que debía de ser un consolador de algún tipo. Con el dilatador anal, aquello era demasiado y estuvo a punto de decirle que no podría soportarlo, pero cuando le tocó un punto que le provocó un temblor de placer, intentó relajarse. Entonces Agustín paró de moverlo y la dejó con aquello inmóvil en su interior.

Carolina sintió que su vagina palpitaba a su alrededor, deseando más del placer que se le había anticipado. Tenerlo en su interior, pero sin follarla era un tormento.

—¡Ah! —El latigazo llegó cuando menos lo esperaba y el dolor fue intenso. Casi olvidó la sensación de plenitud entre las piernas y el dilatador en el culo cuando su cuerpo se tensó a la espera del siguiente golpe, que fue igual de duro.

—Cuenta —le ordenó él con voz grave—. Vamos a por el tercero. De nuevo el dolor, más intenso esa vez.

—Tres —contó.

Su único alivio fue saber que sólo llegarían a seis.

—Si pierdes la cuenta o no cuentas en voz alta, empezaremos de nuevo —le advirtió él.

La amenaza fue suficiente para casi hacerle olvidar por qué número iba. Otra vez, un golpe. No sabía si había sido menos duro o si ella se estaba entumeciendo, pero no le pareció tan fuerte.

—Cuatro —dijo, intentando mantener la voz firme.

Pensó en la mujer del club y se preguntó cómo era capaz de soportar eso de extraños.
Oyó que el látigo caía al suelo y lo siguiente que sintió fue la mano de Agustín golpeándole el trasero con fuerza, provocándole un punzante dolor en una zona más amplia. La sorprendió tanto que casi se le olvidó contar. Pero por suerte logró susurrar:

—Cinco.

Y luego nada. Lo sentía allí de pie y todos los músculos de su cuerpo estaban preparados para el dolor. Pero él no la tocó. Con la ausencia de golpes, volvió a ser más consciente de la incómoda presión en el culo y entre las piernas. Aunque sintió el impulso de hacerlo, no se atrevió a moverse, pues pensó que con ello podía hacer caer alguno de los artilugios que tenía metidos en el cuerpo. Y en seguida se descubrió deseando que Agustín le infligiera el dolor final, consciente de que sólo entonces la liberaría de la tiranía del metal y de la goma. En lo único que podía pensar era en deshacerse de ellos.

—Golpéame —murmuró.

—¿Qué? —preguntó él, aunque Carolina sabía que la había oído.

—Golpéame otra vez.

—¿Quieres que te dé otro azote?

—Sí —respondió.

—Tienes que pedirlo bien.

—Por favor, dame otro azote —dijo.

Se tensó y, sin duda, el golpe final fue el más duro de todos, impactante por su fuerza, su sonido y el escozor que pareció extendérsele desde el culo hasta las piernas.

—Seis —susurró.

Había acabado. Con el corazón atronándole los oídos, Carolina esperó.

❥ La Bibliotecaria • Aguslina.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora