El rostro de Carolina era un desastre, estaba hinchado y lleno de lágrimas cuando metió la llave en la puerta de su apartamento. Llorar en el metro debía de ser una nueva forma de tocar fondo. O quizá una mujer no era una verdadera neoyorquina si no se derrumbaba totalmente en el metro en plena hora punta.
Entró en el apartamento y se consoló pensando que el refugio de su dormitorio estaba a segundos de distancia.
—¿Dónde has estado? —preguntó Valentina, surgiendo ante ella como si fuera una aparición excepcionalmente bien vestida.
Llevaba el pelo rubio recogido en un descuidado moño en la nuca y un vestido veraniego amarillo que le quedaba perfecto con su leve bronceado. Se había puesto brillo de labios y el suficiente colorete como para darle a sus mejillas un brillo sonrosado. Pero ninguna de estas cosas era el motivo por el que Valentina estaba más guapa que nunca. Carolina se dio cuenta de que no era el bronceado, ni el maquillaje perfecto o el vestido. Era porque, por primera vez desde que Carolina la conocía, Valentina Zenere parecía verdaderamente feliz.
—Donde siempre estoy hasta las seis, trabajando —replicó.
Entonces se percató de que no estaba sola en el apartamento. Un joven se levantó de un salto del sofá. Tenía el pelo rubio rojizo y hoyuelos. Llevaba una camiseta de Dartmouth y unos pantalones caqui y la saludó con una cálida sonrisa. Más que guapo era mono.
—Hey, Carolina. Me alegro de conocerte al fin. Soy Rob Miller.
—¿Tú eres... Rob? —preguntó ella. ¿Aquél era el rompecorazones? ¿El hombre que había convertido a Valentina en un mar de lágrimas durante días y días?
—Te hemos estado esperando —intervino la rubia, mientras cogía de la mano a Rob.
Caro no sabía cómo, en el transcurso de una tarde, Rob se las había arreglado para aparecer en la vida de Valentina y estar en su salón como si él hubiera estado ahí desde siempre y ella fuera la visita. ¿Había vivido tan absorta con su propio drama con Agustín que no se había enterado de que su compañera había —¿cómo lo habría planteado ella? — cerrado su trato con Rob?
—Hemos quedado con un amigo de Rob, Andy, para tomar algo, y queremos que nos acompañes.
Oh, Dios, ¿una cita a ciegas? Valentina debía de estar obnubilada por su nube de amor, porque era evidente que no se había dado cuenta de que Caro apenas estaba en condiciones de cepillarse los dientes e irse a la cama.
—En otro momento —dijo ella—. Encantada de conocerte —le masculló a Rob.
Pero Valentina no iba a rendirse tan fácilmente. La siguió hasta su dormitorio.
—Eh —le dijo, a la vez que cerraba la puerta a su espalda—. ¿Por qué no sales con nosotros?
Carolina tiró el bolso Chanel sobre la cama. Deseó tener su viejo bolso Old Navy. No podía soportar ver la reluciente piel negra con las C doradas entrelazadas. Era como llevar a Agustín al hombro.
—¿Por qué no me dijiste que habías vuelto con Rob? ¿Sólo nos contamos las malas noticias? ¿Es así como funciona?
—Quería decírtelo, pero no has estado muy receptiva estos últimos días.
Carolina pensó en su consumo de cereales encerrada en su habitación, en cómo se había acostado a las nueve en punto para poder escapar de su desgracia y se despertaba al día siguiente lo más tarde posible para salir corriendo al trabajo.
—Supongo que tienes razón. Lo siento. ¿Y qué ha pasado? —La rubia le señaló el salón, donde Rob estaba esperando.
—Éste no es el mejor momento para hablar de ello, así que, para resumir una larga historia, te diré que no hemos resuelto todos nuestros problemas. Pero hemos encontrado un modo de llegar a un término medio.
La castaña asintió.
—Bueno, me alegro por ti. Parece un buen chico.
—Sal con nosotros. Andy también está bien. No puedes quedarte sentada en esta habitación llorando por Agustín Bernasconi el resto de tu vida. Tienes que seguir adelante.
Ella asintió. En su mente, lo vio mirándola en la calle Cuarenta y dos, expectante y decepcionado al mismo tiempo. Había sido más fácil pensar en seguir adelante cuando lo culpaba a él, cuando se veía a sí misma como la que lo daba todo y a Agustín como el malo de la relación que no deseaba profundizar en ella. Pero sabía que él había intentado demostrarle, en un raro momento de torpeza, que intentaría darle más. Ahora era ella la que había caído en la cuenta de que había dado todo lo que podía. Y la aterrorizaba pensar que no era suficiente. Pero aquél no era momento para explicarle todo eso a Valentina. Así que se limitó a decir:
—Aún no estoy preparada.
La expresión de su compañera se suavizó.
—Vale, lo entiendo. Yo he pasado por lo mismo. Pero ésta es la última vez que te permito salirte de rositas. Le diré a Andy que quieres posponerlo.
Caro dejó el bolso en el suelo, se tumbó en la cama y se acurrucó de lado. Vio el libro de Bettie Page sobre el tocador. Ya no lo quería en su habitación, pero no sabía qué hacer con él. No tenía valor para tirarlo a la basura. Quizá pudiese venderlo en la librería Strand al día siguiente.
Se levantó. Lo llevaría al salón y lo dejaría entre las revistas de moda de Valentina, donde no tuviera que verlo. Se quedó escuchando en la puerta de su dormitorio. No se oía nada. Esperó unos cuantos minutos más y cuando estuvo segura de que Valen y Rob se habían ido, cogió el libro y se dirigió al salón. Pensándolo bien, quizá lo llevara a la librería Strand esa misma noche. Sólo eran las siete y no tenía nada mejor que hacer.
Se sentó en el sofá, porque decidió hojearlo una última vez. Era precioso y ella sentía debilidad por los libros hermosos. Pasó las páginas hasta la mitad, hasta el capítulo de fotografías bondage y fetichistas hechas por Irving Klaw. Recordó lo que Agustín le había dicho aquella primera noche en su apartamento, que Bettie tenía algo que ninguna de las chicas de sus propias fotos tenía: «alegría».
Carolina miró con atención la página que tenía ante ella. Bettie llevaba un biquini de estampado de leopardo, los brazos y las piernas esposados y una cuerda bien prieta en la boca. Pero sin duda, sus ojos se veían risueños.
«Parece que se esté divirtiendo», había dicho él. Y Caro tenía que reconocer que era cierto.
Pero no pudo evitar pensar cómo era estar realmente en esa posición, la vulnerabilidad, la sexualidad muy real de la que eso era preludio. No sabía cómo lo había hecho Bettie Page. Quizá en su vida sexual real no había sido una sumisa y eso le permitía interpretar ese papel ante la cámara. Su «alegría», su actitud juguetona, surgían porque eso era lo que todo aquello era para ella: un juego. No estaba mostrando a la cámara algo tan real que le estuviera entregando una parte de sí misma.
Pasó las páginas hasta que llegó al siguiente capítulo: Bettie con unas botas blancas, blandiendo una fusta; Bettie vestida con un corsé y unos guantes negros hasta el codo, agachada en actitud amenazadora sobre una mujer vestida con lencería, tumbada boca arriba, atada y amordazada; Bettie con liguero, medias y unas botas de plataforma que le llegaban hasta las rodillas, atadas por delante, fulminando a la cámara con la mirada, como si fuera a comerse al fotógrafo para almorzar; Bettie chasqueando un látigo.
Carolina levantó la vista del libro y tuvo un subidón de adrenalina.
«No hemos resuelto todos nuestros problemas —había dicho Valentina—. Pero hemos encontrado un modo de llegar a un término medio.»
Y, de repente, Carolina supo qué debía hacer.
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❥ La Bibliotecaria • Aguslina.
Fiksi Penggemar❥ Meterse a la historia para conocer la sinopsis. ❥ HISTORIA ADAPTADA.